Hace muchos años vi el filme Días de Radio de Woody Allen, donde se hablaba de la vida en torno a ese aparato que marcara la vida de generaciones. El tiempo ya ido pareciera soslayar que a inicios del siglo XX Orson Welles hizo una trasmisión de La Guerra de los Mundos, basada en la obra homónima de HG Wells, que electrizó a la audiencia, provocando el suicidio y el caos. Tal es el poder de un gran guion, de un producto comunicativo que proponga soluciones dramáticas y emocionales a los más intrincados conflictos del alma humana.
En Cuba, ficciones radiales detectivescas y aventureras paralizaban el tráfico de las grandes avenidas de La Habana. Los guiones iban por todo el continente y eran adaptados en emisoras de América, con actores locales. El Premio Nobel Mario Vargas Llosa, de hecho, escribió una novela La tía Julia y el escribidor, que abordaba las cuestiones de la producción radial en la alborada de dicho medio en las ciudades latinoamericanas. En un tono de comedia y mediante recursos absurdos, la novela de Vargas Llosa nos lleva a los más inverosímiles vericuetos del drama, de la mano de un personaje, Pedro Camacho, cuya manía más común era matar y resucitar personajes de un capítulo para otro, sin que mediara lógica o hilo argumental.
Los guiones hunden o salvan, son la médula de la producción audiovisual, la escalera que te lleva al éxito o al fracaso. No se puede prescindir de una mínima técnica que los construya y exalte como género que son, como arte de las letras que devienen. Aun los shows más libérrimos tienen un orden interno, una organicidad que se ciñe a los cánones del guion. Y como dijera Aristóteles en su Poética, todo tiene un principio, un medio y un final; con lo cual se refería a que no hay mensajes desarticulados, sin una lógica consecuente que les dé curso y forma.
Hoy se apela quizás demasiado a una fórmula manida de hacer guiones radiales y ello prevalece tanto en la ficción como en los informativos, ya que en ambos espectros se padece de una muerte aparente de la creatividad.
Aquellas experiencias a lo Orson Welles parecieran lejanas, y la comunicación se dirime entre forcejeos previsibles. Un amigo, corresponsal de Prensa Latina en Viet Nam y excelente periodista, me habla de su admiración por las cápsulas que realiza la televisora Russia Today y es que el guion, base del mensaje, tiene que apelar al desenfado emocional, a la chanza, a lo común y cotidiano, siendo un producto simple y potente. Para el colega, según me confiesa, ver el canal ruso deviene escuela donde se aprende lo que aún estamos lejos de ejercer en nuestro periodismo.
El guion no lo puede hacer cualquiera ni se debe soslayar como género menor que no lo es, sino que tiene por necesidad que ser el centro del aprendizaje, aun cuando no se disponga de toda la técnica y los recursos para llevar adelante un proyecto. Casi siempre un buen contenido, entiéndase una buena historia bien narrada, salvan a un medio o a un comunicador. Las escuelas que cultivan este arte debieran activarse mucho más y articular propuestas pedagógicas cercanas a las emisoras cubanas, así como al universo todo de la comunicación social.
En la novela de Vargas Llosa, el personaje Pedro Camacho era un guionista alucinado con los textos que producían en La Habana los gigantes de CMQ. Aquella época fue una escuela para todo el continente y permaneció por mucho tiempo entre nosotros, luego de 1959. Hoy necesitamos de una renovación, de un aprendizaje consciente de los nuevos formatos y de un respeto perenne a la lógica ubicua e invariable del guion clásico. En la ficción hecha para radio y TV, así como en los géneros informativos, hay una base que proviene del canon clásico: principio, medio y final.
Para vibrar en la misma cuerda que los grandes, la historia, la escalera básica que nos lleva al drama y la comunicación, debe encantarnos, conmovernos. Por ahí anda la conjura de los guiones actuales.
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