Cuenta una leyenda antigua que Nerón incendió Roma para componer una oda, inspirado en el espectáculo de las llamas y la tragedia. Aunque no se verifica, el suceso pudiera ser ilustrativo de la responsabilidad que tiene un intelectual ante su más real e inmediato entorno, ya que la imagen no deberá sacrificar la existencia tangible y fáctica del hombre, o sea, la vida.
A lo largo de la historia, varias veces la palabra disuadió de los peores escenarios a la gente, llevándonos por caminos de salvación. Ese poder lo entendieron políticos de todos los siglos. La intelectualidad no es un acto aislado, que vaya a vivir por sí solo, sino dialéctico y referencial.
Pensarnos mejor como personas, cuestionar, son funciones inherentes al que busca más allá del parabién suyo, la verdad y lo justo. La virtud, decía Aristóteles, está en el medio. A esa mitad, que no es otra cosa que el equilibrio social, apelan figuras en la filosofía, desde las más viejas escuelas griegas, hasta hoy.
Discernir un acto tiene siempre dos momentos: uno de distanciarse y otro de enjuiciar, pero jamás habrá en el proceso una forma que valide el desentendimiento o la apatía. La estética del cabaret, enseñoreada de la República de Weimar en Alemania entre 1918 y 1933, nos muestra cómo una vanguardia pudo parodiar críticamente la decadencia de un modelo político. Esencial y gran ataque a las falencias de una era, que fue el preludio de lo que luego acontecería con los años oscuros del nazismo. ¿Qué hubiera sido de la conciencia mundial, sin la sensibilidad y el filo de los mejores y más atrevidos artistas?
Una de las más socorridas tesis sobre este asunto sostiene que los intelectuales, por el hecho de serlo, ya representan un motor revolucionario. Y ello es cuestionable. Más de uno fue un pelele de los reyes, del poder o de los mandamases. Póngase el ejemplo de afamados cineastas y músicos al servicio del III Reich. El arte va más allá de producir algo que se considere bello, sino que eso debe llevar a un cambio. La dialéctica se da de una manera natural, sin que existan estructuras preconcebidas ni un programa: en Bertold Brecht hallamos al hombre que, distanciándose desde la fila del teatro, ve claramente en los dramas humanos ese más allá que buscaban los griegos, ese justo medio del equilibrio y, por ende, lo útil del momento de disección y entrega.
Y como aquel maestro del teatro, otros hacen lo suyo en la literatura y en el periodismo, en el cine y en los medios sonoros y televisivos: pensar conlleva a la crítica y la inconformidad. A no ser que el creador se disponga él mismo de un imperativo que lo frene y lo aquilate.
¿Acaso no es famosa la frase de aquel reportero al pie de la horca: “hombres, estad atentos, os he amado”? Rara vez se hace un arte desligado, sin pasión, sin que se imbrique en grandes debates sociales. Eso uno lo experimenta cuando está en contacto con las vanguardias y percibe que la resonancia del presente atraviesa las obras más atrevidas y cortantes. A eso no se renunciará, ya que ahí se sitúa el verdadero motor de una política cultural coherente, en la potencia creadora. Por desgracia las relaciones, en el mundo, del arte con el poder, son de amor/odio. Como mismo acontece en el plano del pensamiento: la filosofía enseña a pensar, no a detenernos en respuestas. Esto último no se aviene con planos políticos que apelen a la inmanencia y el inmovilismo.
En Cuba, la responsabilidad del intelectual viene desde Martí, heredero de la vanguardia romántica que lo precedió y que estuvo imbricada en el proceso de formación de la identidad. Por eso, para este país, escribir fue siempre un acto político y social. José Lezama Lima estaba consciente, cuando fundó Orígenes, de que debía recoger toda una tradición intelectual y llevarla hacia un renuevo. No por gusto José Cemí se parece sonoramente a José Martí, pues ambos poetas, el de Paradiso y el Apóstol cumplían un deber ser dentro de la entelequia que es Cuba como figura de pensamiento. No podemos perder de vista eso: somos lenguaje, integramos palabras que tendrán que tomar sentido constantemente, siendo dichas o escritas. Eso determina un país.
Sabemos desde la fundación que no podemos incendiar nuestra ciudad, porque espacio físico e intelectual se intersectan, cohabitan, son la misma especie. No hay en los cubanos un sentido aristocratizante del saber y el crear, sino que recogemos la tradición en lo más elemental de la vida: el vivir mismo.
Cuando se construyen consensos, son imprescindibles los disensos, los que surgen de verdad, los que pudieran incluso generar enemistades en el plano personal. La diferencia es parte del proceso de la movilidad social de un sistema todo, que se repiensa y actúa. El tiempo intelectual, en cada una de las vueltas de la historia, tiene en cuenta el distanciamiento y el juicio. Momentos sin los cuales nada pudiera entenderse. Y, en esa responsabilidad, ¿cómo ser justos?, ¿cómo hallar la mitad que nos conlleva al equilibrio?
El intelectual es un buen ciudadano, no incendiará la ciudad para crear una oda. El sueño con que el pensador mira al mundo no supera sus ansias de que ese mundo exista y brille y sea su mejor versión. Lo demás, esas maneras nimias de parodiarnos, de querer que el fuego consuma hasta lo último que nos queda de sagrado; difícilmente pueda entenderse como un ejercicio serio de pensamiento. Como el Nerón de la leyenda, interesan las llamas, la ilusión de un éxito personal y la tragedia vista como un drama ajeno, a través de las tramoyas de la distancia y la no participación.
Que existan malas versiones sobre el arte y la cultura es inevitable, pero que muera el intelecto que nos mueve y que critica, que hace y enjuicia, deviene tragicómico. Se ha visto en las instituciones al que piensa como el problema, mientras se protege al que espera su oportuno momento de la tajada mundanal. Los escenarios de tantos que desprecian el arte, pero practican el arte de eliminar a los mejores, se repiten a lo largo de geografías humanas, casi como un mantra. Recordemos los juicios a los creadores en medio del macartismo y cómo se iban los de verdad, los genios, y quedaban los delatores, los mediocres, los menores, enseñoreándose de todo.
Cuando se habla de los bribones y de la carga que se necesita para ellos, también nos referimos a un ejercicio intelectual y responsable: el de echar a los mercaderes del templo. Pero en la ciudad, en esa plaza abierta donde se busca el justo medio, habrá siempre espacio y la lucha será larga, casi infinita, entre los poetas y los incendiarios.
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