Un aguacero invernal ha retrasado la cita. Nosotros esperamos con ansias y algo nerviosos. Una vez que ella llega pide disculpas por la tardanza y dice sentir pena. Sí, esta vez tiene pena, con nosotros, con los que están en el lugar acordado, a pesar de lo acogedora que se siente la cava del Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso.
Ivette habla mucho, bajito y despacio. Mueve las manos como si bailara o practicara algún ritual y sonríe. Y cuando sonríe se le ponen los ojos chinos. Los ojos le brillan.
Nació en el mismo corazón de Cuba, en Sancti Spíritus, un 25 de septiembre de 1963. “Sí, tengo cincuenta y cinco años”, nos dice. A Ivette no le preocupa decir su edad.
Podría pensarse que la melancolía de su voz viene desde que era una niña, cuando sus padres se divorciaron y a ella “la cortaron” de su seno familiar. Entonces su madre se la lleva a ella y a sus tres hermanos para Santiago de Cuba con la familia materna. A los cuatro años el abuelo compra una casita en De Beche, un barrio de Guanabacoa, en La Habana, y vienen todos a vivir para acá.
La madre vuelve a casarse con un hombre tan bueno, que por el resto de su vida Ivette lo llamará padre también. “Yo perdí un papá y gané otro. Tenía dos papás y eso quería decir que posiblemente Dios sabía que yo los necesitaba. Creo que la mejor etapa de mi vida, para que se cumplieran las reglas, fue la infancia con ellos”.
Caprichosa, introvertida. Desde que aprendió a leer su principal hobby fue la lectura. No quiso saber de montar patines, bicicleta ni visitar amigos. En la escuela apenas atendía a clases, conversaba mucho, pero estudiaba. Lo hacía a solas, por los libros. Por aquellos tiempos el sueño de su vida era ser bailarina y actuar, le gustaba tanto que siempre cogía el papel que fuera.
“Recuerdo que la primera vez que actué hice de varón. Se había enfermado un niño, y como yo me sabía todos los papeles, me disfrazaron para que se diera la obra. Actuaba en la escuela, en la biblioteca municipal, me encantaba la comedia”.
“No tienes que llorar de verdad —le decía aquella maestra de primaria—, no te pongas así”. Pero si en la obra había que llorar o reír, ella lo hacía de verdad. Por eso hoy, cuando ve a los niños de La Colmenita se siente reflejada en ellos, porque disfrutan de manera auténtica lo que hacen.
Tuvo una abuela ciega y desde muy pequeña aprendió a cocinar, planchar y otras labores hogareñas. A los siete años hacía “los mandados del día primero” sola, y aunque siempre dejaba botada la libreta, confiaban en ella.
La voz que hoy hace vibrar los escenarios solamente cantaba para librarse de rudos castigos, que le eran impuestos por no comer. Aquella mala base alimenticia le provocó un estado anémico por más de diez años.
Al darse cuenta que a la familia le gustaba que ella cantara, se aprendió todas las canciones que tarareaban sus abuelos. Como a ellos les daba tanta gracia, la paraban en un banquito con una lata y un cablecito. Acompañada por el piano de su abuela aprendió canciones de Argelia Fragoso, Miriam Ramos y Elena Burke.
Año 1973. Los padres de Ivette se mudan para Alamar, en la Habana del Este. Ivette y su amiga Teresita cursan el sexto grado y comienzan a asistir a un coro. Ivette viene de la gimnasia. Una vez en el coro, la ponen de solista. Aprueba las primeras pruebas de la escuela de arte, pero sus amigas no están, y decide seguir con ellas para la secundaria. Su compromiso es con sus amigas, no con el canto. Teresita, 20 años después, es todavía la mejor amiga de Ivette.
Termina noveno grado. Otra vez la posibilidad de estudiar en la escuela de arte y otra vez no se decide. Para sus padres es muy difícil sostenerle en una carrera como esa, además, para todos Ivette “no tiene para eso, porque a ella no le gusta ser cantante”. Lo que le gusta es la dirección coral, pero no se ve en ese medio. ¿Plan B? El magisterio, como la otra parte de la familia. “Con tal de no seguir en una escuela en el campo yo dije, bueno, me gusta también esto de enseñar, porque siempre fui muy estudiosa”.
Una opción marcada en una boleta. Una profesión. Para todos Ivette, la muchacha que tiene los primeros lugares en el escalafón, está loca. Pero esa locura transformó a aquella niña rebelde, indisciplinada y reacia. Primero, la escuela pedagógica “José Martí”. De ahí recuerda a los mejores profesores.
“Como siempre llegué descarriada, en el mes de octubre. Esas vacaciones había ido a visitar a mi familia en Santiago y no había pasaje para La Habana. Cuando llegué no tenía uniforme y era la chiquita que anda sin uniforme. Yo feliz, porque aquel uniforme verde no me gustaba, no quería ser “la aguacatica”.
En la José Martí el Español rebasó sus expectativas, se enamoró de la Historia y descubrió la Geografía, la Botánica. Aprendió a amar la tierra, al entorno, al planeta. Se convirtió en una persona sensible, no solamente a la belleza, sino al tesoro que es el lugar donde vivimos.
Ivette habla despacio y, según ella en este punto de la conversación suena cursi, pero ese momento llenó su vida de amor. “Pensar en otro país no se convertía en un lugar que yo quería conocer porque fuera más lindo, más rico o con más posibilidades, sino en un lugar que quería conocer por su naturaleza y sus bondades geográficas”.
LA CANTANTE DE LA ESCUELA
La José Martí era una escuela de más mujeres que hombres. El albergue donde dormía Ivette quedaba frente al de los varones. La primera noche se hizo un “mano a mano” entre los alumnos de su año, porque se suponía que en su albergue estaban las principales cantantes. Cuando comenzó la competencia, los puntos estaban a favor de un muchacho. La situación estaba tensa. Ivette se acercó al tumulto, dijo que ella cantaba un poquito y preguntó si querían que ella cantara.
—¿Tú de dónde saliste? —le espetó la muchacha.
—No chica mira... yo llegué hoy a la escuela, yo empecé hoy.
—¡Ah! ¿Tú eres de este albergue?
—Sí, yo empecé en primer año.
—Bueno está bien, canta una ahí que ella va a descansar.
Él cantó una de Nelson Ned, y ella, que también se sabía una canción del brasileño, cantó. La competencia subió de tono, se puso “caliente”. Se empezaron a encender las luces en los edificios de los derredores, la gente gritaba “la cantante, la cantante”. Las hembras ganaron.
Al otro día preguntaron en la dirección general quiénes eran las cantantes de la noche anterior. Ivette perdió el pase. Desde entonces ya no fue Ivette, sino “la cantante”.
MAESTRA IVETTE
Para Ivette el azar no existe, todo sucede por alguna razón. Así ha llegado todo a su vida. Cuando era la jefa de cultura del municipio Melena del Sur, donde ella estudiaba, tuvo que hacer las captaciones de otros estudiantes para maestros. Tenía que dar el ejemplo en la escuela, así que ella dijo que era la primera. Entonces fue la primera y la única estudiante que se hizo maestra.
“Fue en la práctica de cuarto año, cuando estuve parada frente a un aula, que me di cuenta de que yo iba a ser maestra y no cantante, porque yo aquello no lo asimilaba todavía. Ese es otro tipo de escenario, todo lo que yo no he temblado y sudado frente a un auditorio me ha pasado delante de un aula de 30 niños de primer grado”.
En aquellos momentos se frotaba las manos y mojaba las tizas. Tenía que lograr que todos sus niños aprendieran, que llegaran a las casas y les dijeran a sus madres “mira lo que aprendí”, que todos quisieran comer, jugar con ella. Y para ser una maestra como quería tenía que olvidarse del canto, porque no iba a ser cantante, iba a ser maestra.
Hizo la licenciatura en Psicología y Pedagogía Infantil, en Metodología de la Educación Primaria, se especializó en Matemática. Trabajó siete años en la Escuela Primaria Salvador Allende, de Alamar, después como profesora de la Escuela de Maestros Primarios, y luego en el Instituto Pedagógico Enrique José Varona. Por aquellos tiempos Ivette se había casado, un matrimonio corto, y para ella no había nada más importante que el magisterio. Vivía entregada a sus clases y a sus alumnos.
Hasta que sus fuerzas físicas y algunos altercados la hicieron dudar. La educación, para aprobar y tener porcientos no era lo suyo. Así, cuando alguien le pidió un día que aprobara a tres estudiantes suspensos por segunda vez, ella entendió “lo importante” de aprobarlos, pero no podía hacer eso. No podía ser responsable de que esos tres maestros fueran a las escuelas primarias a enseñar errores.
“Me decepcioné. Mi concepto de educación no se basaba en dar una conferencia y punto, sino en tocar el corazón de las personas, y eso empezaba a convertirse en algo muy raro, que ya no me daba placer. Quise volver a ser maestra primaria que era lo que me gustaba y me dijeron que no porque yo había pasado postgrados, y querían que fuera metodóloga o inspectora. Pero yo no puedo decirle a nadie lo que tiene que hacer y dije: “No voy más”.
Clara Luz
9/12/18 19:01
Qué bien Clau!! que bueno, una excelente entrevista.
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