viernes, 26 de abril de 2024

Rolando Pérez Betancourt desde su altura

El oficio de periodista –a veces ingrato– puede dar fe de que la séptima puerta del arte ha sido de esos lugares necesarios en nuestras existencias…

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 18/02/2023
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Rolando Pérez Betancourt
Este sábado 18/2/2023 falleció el periodista, guionista y conductor del programa televisivo La séptima puerta Rolando Pérez Betancourt

La primera vez que hablé con Rolando Pérez Betancourt fue en uno de los pasillos del periódico, cuando me abordó para corregirme un artículo sobre Sartre. Desde ese encuentro comenzó un diálogo que se mantuvo casi de manera ininterrumpida. Él no solo era capaz de cualquier debate en torno al cine, sino que conocía de Historia, Filosofía, Arte, Política… Nuestras tertulias iban de un tema a otro y, al final, siempre terminaba recomendándome este o aquel filme, o un libro. Rolando fue una universidad en sí mismo, una enciclopedia que desde el humanismo y la mejor empatía transmitió su savia de hombre bueno a generaciones de jóvenes periodistas. Haberlo tenido en mi círculo de amigos, contar con él como profesor y hasta como una especie de padre correctivo, fueron de esas experiencias totalizadoras, increíbles, luminosas.

 

Su imagen era conocida por el programa de alta audiencia La séptima puerta, pero Rolando era un prosista exquisito, que escribía textos analíticos, en los cuales la realidad pasaba por el tamiz de una inteligencia impecable. Su compromiso con la verdad y el acontecer objetivo lo llevaba a ser equilibrado, justo, a la par que elegante. Escribió novelas, crónicas, críticas de arte. Hizo del periodismo la morada perfecta para la creación más exigente, tuvo en su haber los premios merecidos y máximos de nuestro gremio. No dejó nunca de sonreír y de asombrarse. Cada película que llegaba a sus manos era una manera de empezar de nuevo. Rolando estudiaba constantemente, era un aliado de la cultura y se servía de los clásicos para llegar lejos en su obra. En su legado van décadas de gloria del periodismo cubano, de esas que hoy son tan necesarias para echar a andar el buen gusto, la excelencia y el quehacer a veces anquilosado de nuestros medios de difusión masiva. Por ello, su deceso nos embarga de dolor, por eso nos angustiamos ante la noticia de su ausencia.

 

Desde aquel encuentro en los pasillos, en el cual sus palabras corrigieron alguna errata de este novato y eterno aprendiz que soy; Rolando se transformó en una voz referente en cuanto a lo personal. Pude dar fe de su humanismo, de su bondad, de la humilde manera con la cual dialogaba conmigo. No oír su voz del otro lado del teléfono, no poder visitarlo, son ausencias tan duras como la propia noticia de su partida. En los últimos meses, me hablaba de dos novelas que estaba editando, para presentarlas a editoriales cubanas. La creación no dejaba de estar en cada segundo de su existencia. Las letras de Rolando, si bien elevadas, nos narran una cotidianidad en el universo del arte que nos resulta harto amable y cercana. No acostumbró nunca a escribir desde una altura inaccesible, sino que buscaba la forma de llegar a todos. Y es que él jamás olvidó sus orígenes humildes, la huella que lo hizo un ser de luz, el ejemplo de su madre que me contara tantas veces. Porque siempre recalcaba que, a la par que el trabajo intelectual, llevaba adelante un bregar más sencillo y profundo por los valores humanos. Tengo pruebas de ello, ya que cuando necesité de su apoyo y palabra comprensiva, Rolando estuvo ahí. A su esposa, que es una excelente poetisa, tuve el honor de conocerla y de compartir juntos experiencias y desazones. La familia del crítico de arte era una escuela en todos los sentidos, un sitio de almas encantadas, una excepción en este mundo cargado de ingratitud y banalidades.

 

No sé de qué tratan las dos novelas inéditas de Rolando, pero seguro que abordan temáticas álgidas, necesarias y polémicas. Su palabra nunca fue cómplice de silencios y se le podía oír en los foros, con la fuerza del verbo culto, pero firme. Lo que haya salido de su creación será también un patrimonio de Cuba y de todos los que leíamos una obra llena de buenas intenciones y de proposiciones constructivas. No fue Rolando un crítico que se ensañaba, sino que exaltaba lo mejor de las personas. En su manera de escribir no se halló jamás un exabrupto contra creador alguno. Sin que existiese una complicidad innecesaria con el artista, el crítico sabía dónde buscar, qué diseccionar, cómo decirlo sin que se hiriesen sensibilidades. Porque además, hizo su obra en los medios de mayor prestigio en este país, sin decaer en objetividad, tesón intelectual, sin que hubieran varias versiones de una misma persona, sino el ser íntegro, de sólida brillantez, de una voz profunda y convincente. Rolando pudo haberse dedicado a predicar, porque persuadía, motivaba, embargaba de buenos sentimientos a todos.

 

Con la misma pasión de un levantador de pesas –deporte que él practicaba en sus ratos libres– el crítico se sitúa en los más altos niveles de la Historia de nuestra cultura cubana. Nadie puede negarlo, ni pasar por alto una prosa que tanto nos aportara. Supo llevar sobre sus espaldas el hondo sentido de pertenencia a un país que lo necesitaba y que agradecía cada entrega editorial. Rolando nunca dejó de ser un muchacho, en palabras de su esposa, que era capaz de jugar con las palabras y de llevarlas a una escala superior en el campo del periodismo más intelectual. No solo porque hablaba mayormente sobre cine, sino porque en su tono hubo siempre esa vocación pedagógica y de padre que corrige y enseña. No sé si supe aprovechar las lecciones de vida y de profesión que me diera Rolando, pero sin dudas Cuba pierde a un ser entrañable, que ahora quedará en lo más sagrado y puro del periodismo.

 

Cuando partió de este mundo la también querida Marta Rojas, sentí que la profesión perdía uno de los pilares que mantenían a flote el prestigio del gremio. Ahora, la ausencia de Rolando nos deja perplejos. El cine no será el mismo sin que su palabra nos guíe en medio de la oscuridad del consumo. Hace años que su huella era una especie de signo de la sabiduría absoluta en materia de cine y de buen gusto. En sus espacios, ya fueran audiovisuales o escritos, estaban las marcas de un arte universal. Ahora la oscuridad se cierne sobre Rolando, pero quedan las páginas y las conversaciones. Una memoria más que imprescindible, vital, hermosa. Quienes lo conocimos, quienes recibimos incluso su regaño y enmendamos algún error de la vida gracias a su voz siempre cierta, lo tendremos en ese sitio del alma que nunca se apaga.

 

Rolando Pérez Betancourt hizo lo que mejor supo: ser un genio. Ni el olvido  ni el tiempo pueden contra eso. El oficio de periodista –a veces ingrato– puede dar fe de que la séptima puerta del arte ha sido de esos lugares necesarios en nuestras existencias. Para él va la gratitud de un público que seguirá admirando sus columnas en los diarios, sus intervenciones en la televisión, sus criterios y aportes. Los amigos, los colegas, aprendemos la lección que nos lega y la intentamos llevar a nuestra modesta obra. No habrá nunca un hombre que pueda igualarlo en estas labores de la crítica cinematográfica, pues lo acompañaron no solo la sapiencia, sino la bondad, el valor, la búsqueda de lo auténtico. Rolando era un eterno estudiante, que nos mostraba otra manera de ver el mundo y de asumirlo. Porque eso era él, un soñador, un utopista que desde la creatividad hacía aquello que parecía imposible para muchos.

 

Pareciera que, al prender nuestro televisor, saldrá de un momento a otro con su elegancia en el decir, para indicarnos el camino. Sin embargo, ya se ha trasladado a un plano de trascendencia donde sin duda prosiguen las búsquedas estéticas y los hallazgos más inusitados. Rolando es así, escribe desde su altura y con la pasión de un levantador de pesas. Y aún en esa distancia gloriosa, sonríe. Siempre sonríe.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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