jueves, 28 de marzo de 2024

El teatro

Cuando el arte desaparece o se hace minúsculo, crecen los enemigos del goce y esos son los que lastran el entendimiento y a la larga los procesos socioculturales…

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 24/11/2022
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Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso
El teatro como recinto y como búsqueda, como hallazgo, es la tarea de esta generación, a la cual le ha tocado el pequeño formato, las crisis, las carencias. (Tomada de Cubasí)

Más allá de la vida de las ciudades, tumultuosa, terrible en ocasiones, estuvo siempre el teatro. Ese oasis en el cual se iban a nutrir las personas para hacer catarsis, para hallar un sentido a la existencia y que los conflictos de lo real tuvieran un correlato en lo creativo. Cuba contó con un temprano movimiento en el cual participaron talentos que fueron la base de nuestra cultura. En las urbes más esenciales de aquella colonia hubo siempre una sala en la cual se hacían las presentaciones. Muchas veces, se trató de un ranchón de yaguas que con los siglos se iba civilizando. Pero llegados al presente, hay que reconocer que las grandes salas y teatros se han ido perdiendo. Hoy, un recorrido por la Isla, arroja el desolador resultado de una nación que se ha mudado al pequeño formato pues no posee infraestructura para sostener todo lo que una vez fuera esa cordillera de recintos culturales. A lo sumo en las cabeceras de provincia se hace un esfuerzo para mantener al menos una sala. Pero con eso no se resuelve el ansia del movimiento teatral, que cada año pareciera ser más exigente, amén de que las condiciones no mejoran materialmente.

 

Los teatros fueron, además, como en la etapa isabelina, un símbolo de cuan desarrollado era un centro poblacional. Varias urbes del interior llegaron a tener más de un recinto, en los cuales se combinaba el arte dramático con el cine, ya que poseían la capacidad de transformarse. Es cierto que las actuales condiciones no permiten que se llegue a aspirar siquiera a un fragmento de ese pasado. Pero el abandono tampoco es la respuesta. Si en la etapa de la Inglaterra isabelina, las salas eran una forma de participación social, de empoderamiento y de cambio, hoy requerimos ese teatro, nos hace falta como manera de reflexión y de llegar a verdades que nos conmuevan, que aporten pensamientos que nos dejen en crisis. Claro, porque así se hallan soluciones, a partir de las catarsis, de las batallas culturales, de los intercambios y de los debates espinosos. El teatro es eso, un asunto de conflictos que nos aporta lo nuevo, lo que es progresista y rompedor. No es por demeritar el pequeño formato, pero hay obras que lucen mejor con la sala clásica, la que es amplia y ofrece todo tipo de recursos logísticos. Privarnos de esos espacios, a la larga, lastra el movimiento cultural y lo constriñe a estancos en los cuales entran unos pocos privilegiados. Y es que el arte no debe ser cuestión nunca de élites, aunque no tendrá jamás que abandonar la crítica, la irreverencia, el coge estético y la búsqueda de un panorama más profundo, más virtuoso en cuanto a propuestas e ideas.   

 

La ausencia de salas se traduce en poco espacio para los festivales, en que los grupos no tengan sedes fijas en las cuales ensayar, en que la gente pierda el gusto porque siempre es más accesible tener muchas sillas para llenar. Este asunto atañe a otras manifestaciones como el ballet y la danza, pero es que el teatro produce pensamiento en estado puro y su carencia nos duele y daña. Se trata de una marca de las sociedades desarrolladas, de esas que no le temen al intercambio o que lo asumen de manera orgánica.

 

El teatro nos hace falta, nos baña y nos guía. Es un momento de luz cuando acudimos y vemos que la oscuridad da paso a los conceptos, la reflexión, el goce. Por eso fue tan masivo en la era isabelina. Conocida es la frase de esos tiempos que aludía a los establos repletos de caballos en las afueras del recinto. Y es que la mucha gente era signo de que algo estaba pasando, de que se iba a cambiar alguna percepción, algún prejuicio. Eso es lo que se pierde cuando no se cultiva el arte dramático. Debemos volver a las ciudades civilizadas que erigían un teatro como un signo de desarrollo, de intelecto, de fuerza. Y eso será una inversión que va a volver transformada en buenos ciudadanos, en gente con sentimientos positivos y con maneras inteligentes de hacer y de participar en la sociedad. Cuando el arte desaparece o se hace minúsculo, crecen los enemigos del goce y esos son los que lastran el entendimiento y a la larga los procesos socioculturales. De ahí que queramos de vuelta al teatro, no solo el recinto, sino lo que el recinto implica. En esa metafísica hay mucho que salvar, que hacer y que reivindicar. Ahí se definen asuntos muy importantes.

 

La vida se parece al teatro y viceversa. Pero también somos un poco actores de nuestras existencias y en la medida en que lo interiorizamos y lo hacemos orgánico y propio, este proceso se transforma en una toma de conciencia contra la alienación. Lo revolucionario es sin dudas deudor de todas las manifestaciones teatrales, en tanto desde Grecia la gente vio obras para encontrarse a sí misma en los conflictos. Somos un poco como Edipo y también como Hamlet, nos llevamos bien con esos personajes, aunque lo reneguemos y queremos en el fondo una cercanía con ellos. El teatro debe volver y eso es una cuestión de vida o muerte. Pero además tiene que hacerlo con la grandilocuencia y la belleza de antaño, sin miserias, sin vacilaciones, sino con la mira puesta en el placer de la contemplación. En ello nos va la existencia metafísica y la física.

 

Hay un trasmundo, una variación del universo, en cada pieza y personaje y hacia eso debemos ir en la búsqueda de sentido como país. Es tarea de la crítica no solo hablar sobre los entresijos de una obra, sino servir de puente ético entre las carencias y las exigencias, de manera que se preserve el mejor patrimonio. Ese signo está en las salas perdidas, hoy solares yermos, que abren agujeros en las ciudades. Justa recordación la de reivindicar el ejercicio del arte dramático, de hacerlo además como un arma contra la banalidad y la basura cultural, como un remanso en medio de un mundo que se rompe en pedazos posmodernos y que no halla una identidad firme. 

 

El teatro como recinto y como búsqueda, como hallazgo, es la tarea de esta generación, a la cual le ha tocado el pequeño formato, las crisis, las carencias. En la exigencia va el futuro de la sensibilidad y de un hombre nuevo. Con el ritmo de los seres de antaño, la batalla por restituir y plantear una realidad problemática nos remonta y nos renueva. Este es el ejercicio de hoy, el de pedir el regreso del horizonte de ciudades cultas y teatrales que hubo en Cuba. Esta nación lo merece, lo vale.

Invertir en esta cuestión no es botar, sino recaudar, no es dilapidar, sino tener a resguardo.

 

Tener un teatro es como rendirnos culto a nosotros mismos como pueblo. Ojalá se entendiera y se pusiera en práctica, se transformara el agujero en sala y la ausencia en aplausos. Mucho hay que levantar y nada que perder en esa proeza. Ser civilizados consiste en eso, en darle a este país su real dimensión.

 

Entretanto, la Isla ha visto como empequeñecen las opciones de exhibición teatral y muchos desconocen el goce del telón que descubre y trae ensueños.

 

El teatro espera por esa piedra angular, la que iniciaría otra era. Una era de salvaciones.

 

   


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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