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miércoles, 6 de noviembre de 2024

El Festival de Cine de La Habana, visto desde San Juan de los Remedios

La trascendencia del suceso cultural del cine ha redefinido las nociones espacio temporales y las leyes de la física, creando universos paralelos...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 09/12/2020
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Película-Fresa y chocolate
Recordemos que, en estos tiempos, nos acompañan bandas sonoras como las hechas por Vitier para Fresa y Chocolate. (Tomada de Granma).

En una de las memorables cintas de Tarantino sobre las relecturas de la historia se hace referencia al papel poderoso del cine. Un grupo de enemigos de los nazis le hacen una celada a Hitler en una sala de estrenos y lo acribillan a balazos. Esa misma noche terminaba así la guerra mundial. Como sabemos, tales no son los hechos de la vida tangible, pero, ¡qué maravilla que el cine nos permita definirnos de tal manera, resemantizando la realidad, haciéndola nuestra!

El Festival que por años se realiza en La Habana confía en ese poder de las cintas, el de sujetar los corceles peligrosos del dominio cultural, para que los amantes del arte sepan qué coordenadas pertenecen al más fiel estilo de la vida, el que late en el corazón del creador comprometido.

He cubierto estrenos y eventos de la fiesta cinéfila, estuve por madrugadas detrás de un billete de entrada. A la cultura se la ama y se la padece, porque es una dinámica en la cual quedamos reflejados como pueblo, gente, seres humanos. Al Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana viene lo mejor y uno adora que el brillo de esas estrellas se pasee por las calles de una ciudad que cobra otra vida, un rostro nuevo, cercano a las mil lecturas de la historia. Como Tarantino, nos reescribimos tantas veces como queramos de la mano de los directores, productores, guionistas. Aún se recuerda aquella vez que estuvo Almodóvar entre nosotros o Steven Spielberg. Suceden hechos que parecieran verdadera ciencia ficción.

Lejos de aquel escenario, en mi ciudad del interior y bajo confinamiento, viviré el festival como algo propio, como se ama a la novia que hace tiempo no vemos. No seré un Tarantino, pero al menos adoro la iluminación de la sala de cine, el traspaso de la oscuridad a la ficción paradisiaca, la vida nueva de la película en estreno. Nada será igual desde mi sala en Remedios, a tantos kilómetros del suceso. Las estrellas no llegan hasta las dos torres eclesiales de mi ciudad, que quedan en silencio, porque no contamos acá con la vida mundial, cosmopolita, sino que persistimos en la provincia, esa construcción periférica y resistente que retoma su pasado como horizonte y savia.

No sentiré lástima de mi fatalismo, sino que como cubano estaré orgulloso del brillo de la capital, o al menos veré algunas cintas luego, de manera clandestina, en la laptop y entre la oscuridad de mi alcoba. Un suceso cultural no significa necesariamente ir de forma física, sino que como chamanes lo podemos convocar en medio de la ceremonia en solitario, a millones de kilómetros. El cine redefine verdades como la distancia, el tiempo, el consumo, los espacios, la ontología de cada persona. Se trata de la gran maquinaria luminosa de la más reciente modernidad.

América Latina no llegó tarde a esas construcciones, aunque sí demoró en tener su discurso. Jamás olvidaré ese pasaje de la cinta El lado oscuro del corazón en el cual Oliverio le dice a un amigo gringo que allá, en el norte, todo lo tienen más fácil, a lo cual el otro responde que por eso el sur es interesante, porque está en formación, como una criatura que gesta algo distinto, creativo. Entonces hasta como naciones hemos sido obras de arte en el campo político que, unas veces logradas y otras no, atraemos las vistas de cuanto ser o hecho anda por este mundo monótono y monocorde. América, dijo Hegel, no tiene Historia, pero él se refirió al hecho de que no somos exactamente Occidente, no tenemos solo savia griega y latina, sino otras muchas, que hace poco relativamente hacen su cine, sus pequeñas grandes verdades, el mosaico definitivo.

Para contribuir al proceso de conformación identitario del continente existe el festival de La Habana, desde el pluralismo, desde la diversidad y el respeto. El cine es parte de esas dinámicas y, aunque no abordemos la guerra mundial, sí hemos tocado temas como la formación de las naciones americanas en películas acerca de Martí y Bolívar.

Es mi opinión que, mientras vemos una ola de banalidad en el más reciente orden productivo, toca a la alternativa un camino distinto, sensible, atento. Las realidades no se quedarán en el tintero del cronista, sino que irán a dar a las iluminaciones más lúcidas, aquellas que construyen la movilidad y el sonido en las salas de los cines.

Recordemos que, en estos tiempos, nos acompañan bandas sonoras como las hechas por Vitier para Fresa y Chocolate, que suenan sin cesar en los medios y tales debieran ser los himnos de una cultura que vive bajo ataque, que resiste y tiene en su sino la interrogante siempre de un mañana diverso e incluyente.

El festival nos convida, como en una cinta de Chaplin más que memorable, a sonreír en el camino agreste de esta vida llena de tropiezos, en la cual no se nos valora por las esencias, sino por las maldiciones de la lengua y la bajeza humana. Por ende, el cine va, de la mano de la mejor filosofía, a generar el cambio necesario, liberador, que nuestra mente requiere.

El cine es como la escena aquella en la novela El lobo estepario de Herman Hesse en la cual convergen los personajes de la cultura y de la historia, en una epifanía luminosa, un nuevo revivir de los símbolos. Trasciende el hecho de estar en La Habana, en el Yara, en cualquier sala de esas, ya que se vive en lo íntimo y lo universal. La proyección, en su más amplio sentido, no concierne solo al aparato que lanza los haces, sino a nuestras personas, arrojadas a un universo de sentidos, pletórico y de maravillas, a esa relectura de la historia tan a lo Tarantino.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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