Mientras escribo esta columna, se levantan las cuatro moles de arte popular que hasta la noche y la madrugada del 24 al 25 de diciembre no mostrarán toda su valía como piezas originales, cuando las partidas de parranderos celebren los 200 años de tradición mediante sus habituales evoluciones en torno a la Plaza Isabel II de Remedios, en el centro de Cuba. El episodio nos recuerda las crónicas en la revista Carteles de los años 40 del siglo pasado, cuando —traído hasta la villa remediana por el periodista Pedro Capdevila— el intelectual Emilio Roig de Leuschering escribió que las parrandas estaban destinadas a un sitial de renombre entre la cultura cubana mundialmente reconocida.
En aquel entonces, ya las fiestas tenían su configuración actual: dos barrios, El Carmen y San Salvador, con sus himnos, banderas, escudos y estandartes, colores y símbolos; que se disputaban la gloria durante una jornada al año, compitiendo en tres frentes: carrozas, trabajos de plaza (estructuras gigantes con luces a color) y fuegos artificiales.
Sentado en una de las banquetas del bar La Joven China (hoy La Taberna), Roig narraba la gran ganancia comercial de los dueños de los establecimientos, así como la llegada de turismo nacional y extranjero, lo cual daba como resultado una amalgama curiosa, donde lo identitario se diseminaba para siempre en las hordas de visitantes. Para el estudioso de la historia cubana, aquellas fiestas no solo eran una guerra fraterna entre dos barrios, un espectáculo navideño o un pasatiempo, sino el espíritu presente, la llama que nos acompaña desde los tiempos inmemoriales como pueblo.
Desde donde me encuentro, justo en una de esas banquetas que recibieron a Roig, se puede observar el estilo galante de la Iglesia Mayor, que signa la plaza de Remedios, uno de los escenarios iniciáticos de aquella fiesta que, surgida hacia 1820, concentraba el esfuerzo de ocho barrios de la ciudad, cuyos habitantes exponían en las inmediaciones del templo católico sus pequeños trabajos de plaza, apenas unas piezas de madera hechas por los carpinteros ebanistas locales. Con el decurso, los arcos de triunfo y las torres y los faros se fueron haciendo mayores y los ocho contendientes se fundieron en dos, al norte y al sur de Remedios. A finales del siglo XIX, ya las parrandas se habían extendido hacia todo el centro norte de la isla, como resultado de la diáspora remediana.
Ahora, cuando las fiestas son reconocidas desde el 2018 como Patrimonio de la Humanidad por la comunidad internacional, afloran tanto las reflexiones como la historia, lo que hemos conservado como aquello que se perdió para siempre. Quienes les cantaron a las parrandas —Agustín Jiménez Crespo y su famosa Suite o el intelectual y ensayista Ramiro Guerra—, vieron en ellas no solo el ser que se mueve de forma dialéctica hacia el futuro, sino la estaticidad de un fenómeno que ha dependido de manera exclusiva de los deseos del pueblo y de su oralidad. De hecho, no hay una escuela de oficios, sino que los saberes transitan por vocación de un tiempo a otro e, incluso, la música durante décadas no estuvo en partituras, yendo de un año a otro mediante el oído. Pero la precariedad de las finanzas y la disolución de las vías para alcanzar el autoabastecimiento de los barrios ha frenado esa voluntad artística, llenando a las parrandas de defectos que hoy las lastran a los ojos de quienes verdaderamente las aprecian.
Lo peor que pudiera disolverse está en el know how de las fiestas y tiene que ver con que en medio de la carencia, muchos de los elementos que se usan en los barrios —sobre todo de los demás pueblos alrededor de Remedios— son alquilados. Este fenómeno, aparte de que elimina la originalidad del discurso, impide la formación de escuelas en todo el país, como existían hasta hace un par de décadas atrás. También simplifican el diseño de las carrozas, que se torna reiterativo en cada uno de los escenarios. Esto ocurre delante de las narices de especialistas en cultura popular, decisores y agentes de las parrandas, sin que hasta el momento haya la sensibilidad suficiente.
En el caso de Remedios, la contingencia de los años 90 del siglo pasado impuso normas que se transformaron en las únicas que hoy se toman por viables: de la tridimensionalidad tradicional de los trabajos de plaza, hoy solo hay una unidimensionalidad, lo cual deja fuera todo un universo de ideas y plasma la misma propuesta estética un año y otro, cayéndose en la chabacanería conceptual.
Por desgracia, hoy podemos decir que tanto carrozas como trabajos de plaza han caído en un descenso estético del que no vemos el final, pues los proyectos elegidos mediante concursos suelen no ser los mejores, sino los más baratos, a los cuales se les va reduciendo el tamaño y los atrevimientos mientras llega diciembre, hasta que vemos en la plaza las peores propuestas.
Todo esto impacta también de manera negativa, pues las nuevas generaciones no han visto la monumentalidad ni la imaginación de los años del siglo pasado. En la debacle hay más de subjetivo que de economía, más decadencia de los sentidos que falta de recursos para echar adelante un proyecto que impacte en el desenvolvimiento de la fiesta.
Una tradición con 200 años de antigüedad, nacida en una ciudad cinco veces centenaria, merece mucha más atención de parte del Ministerio de Cultura, no solo en lo referente a lo logístico, sino en su implementación, sin que ello dañe la necesaria autonomía de gestión que por su historia mueve a las parrandas.
Nada de lo señalado —ni la cuestión económica ni la conservación de los valores tangibles e intangibles— se logrará si no se integra a la comunidad en la toma de decisiones, ya que es ella le verdadera portadora. En no pocos momentos hemos visto cómo las fiestas quedan secuestradas en clanes familiares o de amigos y no existe la suficiente democracia en la elección de las directivas de los barrios, y el fenómeno queda entonces en un limbo antidemocrático que se presta para cualquier manejo cutre y politiquero. Las parrandas dejaron de ser, hace tiempo, un evento local, y generan una resonancia en la cual nos va el prestigio como pueblo cubano.
Pero a Cuba le interesa más la imagen que vayamos formando hacia nosotros mismos y que moldee una conducta. La mayor ganancia no es tangible, yace en los corazones de la gente, remediana y extranjera, que vive el acontecimiento único de los 24 de diciembre, junto a El Carmen o San Salvador, cantando las rumbas de un bando o con la banderola de otro, siendo ellos mismos y para siempre ya sean cubanos, hombres y mujeres universales, protagonistas del amor por lo criollo que desborda las noches de pólvora, alcohol, algarabía y muchedumbre.
La voz de las parrandas, que todos llevamos dentro, tendrá que expresarse en toda su dicotomía entre lo temporal y lo eterno, lo sublime y lo popular, cuando suenen las trompetas y los tambores con el primer volador. Sentado en la misma banqueta de Emilio Roig, termino esta columna con el alivio de estar vivo y disfrutar de la partida de parranderos que acaban de salir en un baile entre alegre y misterioso.
Tras 200 años, Remedios padece aún de la multitud que la acompaña desde el primer día, cuando las callejas de la ciudad dijeron adiós al halo solitario y sobrenatural para entregarse al pillaje de mentirillas de los rumbanteros.
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