Subí aquellos escalones en un solo paso. Subí la escalera señorial del imponente inmueble que el genio arquitectónico de Carlos Segrera legó a Santiago de Cuba durante la etapa republicana. Salón de los Espejos del Palacio Provincial de gobierno. Mi pequeña grabadora era mi amuleto.
Hoy conversaría con Enrique Molina.
Pondré en contexto. Iniciaba entonces la reconstrucción de uno de los capítulos más hermosos, más singulares de la cultura cubana en el último medio siglo: el surgimiento de Tele Rebelde en Santiago de Cuba, el primer canal de televisión creado por la Revolución. 1968 y la larga estela de los setenta. La gesta de un grupo de entusiastas que salieron a conquistar la imagen de su propio territorio, unida a la experiencia de artistas y técnicos llegados desde La Habana. Todos bajo la mano maestra de Jesús Cabrera.
El libro resultante, A capa y espada, la aventura de la pantalla (Fundación Caguayo-Editorial Oriente, 2011) es apenas el inicio de la hebra de la epopeya.
¡Qué estirpe la de esa gente para enfrentar una programación tan compleja, inicialmente con un solo estudio y con unas pocas cámaras de uso! En esos menesteres andaba cuando me mencionan a Enrique Molina entre los que dejaron su huella en aquel gran casting, en aquella aventura trazada a capa y espada.
Tilín, Tilón
La programación infantil fue uno de los pilares de Tele Rebelde desde sus albores. Los lunes a las seis de la tarde se abría Taller de Muñecos, uno de los espacios emblemáticos. En una buhardilla, dos personajes —interpretados por Magali Correa y Kholy Funcia— creaban muñecos y se convertían en sus cómplices una vez que estos cobraban vida. La escenografía era sencilla: una pequeña ventana y algunos estantes. Por la mesa asomaban los títeres, pero era tan pequeña, que los manipuladores tenían que apretarse, casi revolcarse por el suelo…
Los primeros que movieron los muñecos y grabaron sus voces fueron actores del Teatro Guiñol Santiago, mas la televisión y el teatro viven tiempos diferentes. El elenco de Tele Rebelde se abrió senda propia. El protagonista de aquella fiesta era Tilín Tilón, creado por el periodista Helvio Corona, primer escritor del espacio.
El personaje tendría que ser “obstinado, experimentador, cariñoso sin llegar a la melosería, preocupado, bellaco, sinvergüenza, todo dentro de la sicología del niño oriental. Si el personaje gustó era porque observaba esas características. Los niños tienen una fantasía a prueba de cañonazo”, escribe Helvio en carta enviada al actor Dargel Marrero el 2 de febrero de 1970.
Lo curioso es que el canal asumió una propuesta doble para el universo de los títeres: la manipulación y la voz no partían de la misma persona. En pantalla, sin embargo, titiritero, actor y muñeco constituían un trinomio perfecto. Voces y manipulación se convirtieron en un juego de espejos: uno se miraba en el otro. La inflexión provocaba el gesto. El movimiento completaba el tono. Y ahí justamente llega Enrique Molina…
Molina trabajaba en el sector gastronómico, pero siempre apostó en su vida por nuevos sabores. El de las tablas era su preferido. Eso lo hizo acercarse al entonces pujante movimiento de aficionados al teatro. Y así llegó a Tele Rebelde, hizo las pruebas correspondientes y… ya le vemos dando vida a Tilín Tilón. Verdad que fue un tiempo breve —que otros asumieron luego ese rol con muchísimo acierto―, mas la huella fue profunda.
Y de pronto, aquel actorazo que ha corporizado a Lenin (El carrillón del Kremlin), que se ha metido en la piel de personajes inolvidables en la televisión y el cine, que puede contar de En silencio ha tenido que ser o de Tierra Brava, de Caravana o de un Un paraíso bajo las estrellas. Ese mismo caballero, frente a mí, se ha vuelto niño…
¡Qué anécdota viene ahora!
El elogio de una reina
Tele Rebelde no se veía entonces en la parte occidental del país, pero su influjo llegaba a todas partes. El arte auténtico nunca ha creído en geografías. Doña Consuelo Vidal era la voz (y las manos) del títere Amigo del recordado espacio Amigo y sus amiguitos. No era extraño que se asomara al trabajo infantil que se llevaba a cabo en el oriente cubano.
Hubo un encuentro providencial. Al saber que estaba frente a ella alguien de ese canal, le comentó:
―Oye… hay un programa que están haciendo por allá, en Tele Rebelde, con un muñequito que se llama Tilín… no sé qué… y que es bueno, muy bueno…
(Molina no lo puede creer)
—Tilín Tilón… Tilín Tilón… ¡Soy yo… esa voz soy yo… Yo soy el actor que pone la voz!
El abrazo de una reina te corre el horizonte.
En mi trabajo de tres décadas como periodista, siempre me he preguntado algo: ¿Es la voz un elemento puramente material? ¿O algo se lleva uno consigo de esa persona, algo muy valioso, cuando termina el diálogo, y a solas, hace accionar la grabadora buscando el fragmento de interés?
Ahora mismo que Cuba entera lo llora, vuelvo al minúsculo casete. Lo introduzco, aprieto. Y de esa sencilla maniobra emerge la voz inconfundible de Enrique Molina, la voz de un maestro que me cuenta de sus inicios, cuando ponía la voz a un títere llamado Tilín Tilón.
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