Ha triunfado el pueblo. Esa es la frase que se oye en todas las calles de la vetusta ciudad de Remedios. Las Parrandas, esas fiestas patrimonio de la humanidad, transcurrieron con la gloria de antaño. Hace meses, cuando las redes estallaron ante la incertidumbre de si había o no presupuesto para la tradición, los lugareños juraron que trabajarían de gratis de ser preciso. Llegaron donaciones desde diferentes sitios del mundo. El gobierno también puso una partida de dinero, sobre los 7 millones de pesos. Todo porque la Octava Villa lo merece, porque podrá faltar quizás hasta el alimento, pero no la alegría del volador en el aire, ni la belleza de las carrozas. Y así se hizo, las manos se unieron en las naves de trabajo, los parciales de los barrios dejaron de lado cuestiones de sus vidas y sacrificaron recursos propios. El resultado pudo verse desde bien temprano el 24 de diciembre del 2022.
En el norte de la plaza, San Salvador; en el sur, El Carmen. Estos viejos rivales dieron lo mejor de sí. Los carmelitas comenzaron con una entrada de palenques y de morteros explosivos que retumbaron sobre los tejados y las paredes. Sus rivales, los sansarices, homenajearon a los parranderos fallecidos con la Covid 19, quienes dieron por décadas su esfuerzo para que el barrio del gallo triunfara. El fuego estalló en el cielo sin cesar, en miles de colores. El campanario de la iglesia se tiñó de rojo varias veces, las llamas alcanzaron una dimensión fantasmal, mitológica. Remedios, a la altura de las cinco de la tarde del día de las Parrandas era un campo de batalla, en el cual sonaban además los cencerros, los tambores, las rejas, las trompetas. Se coreaban cánticos que tienen doscientos años o más, se bailaban polkas que fueran también bailadas por nuestros tatarabuelos. La máquina del tiempo se hizo presente, nadie quería irse de la plaza, éramos un hervidero de pasiones.
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A lo lejos, desde otros lares en los campos aledaños a Remedios, las personas podían ver cómo las nubes rojas y cenicientas se elevaban como testimonio del choque ancestral. Los camiones de pasaje, los autos de alquiler, llegaban desde esos sitios repletos de personas. La ciudad se transformó en una muchedumbre que no cabía en los predios la plaza ni las callejuelas. Hay pisotones, empujones, alcohol, gritos, bulla. Nada se distingue. Y así, en medio de la luz que surge del cielo, se produce el encendido de los trabajos de plaza a las 9 de la noche. Comienza El Carmen, con una alegoría al mar. Un ancla inmensa se proyecta desde el sur del centro histórico y posee los colores del arcoíris, su cúspide es una estrella que gira y posee vida propia. La pieza permanece en su gloria, mientras el locutor narra la leyenda a través de los altavoces. La gente se queda como en un teatro, quieta, expectante. No se oye un murmullo. Al final estallan los aplausos y los vivas. Un volador sale raudo y señala la transición. La trompeta de San Salvador nos llega desde el norte, con las luces en movimiento de su trabajo de plaza. Con tema mesoamericano, los juegos y efectos de dicho barrio van in crescendo. Una pieza con forma de rombo en el centro de la estructura estalla y todo el parque se ilumina. La gente salta, tira los sombreros al aire. El locutor narra, también es un momento de homenaje a quienes ya no están. Alguien habla además de que las Parrandas son universales y que le pertenecen a cualquier remediano, sin importar el lugar del mundo donde las esté viendo a través de las redes sociales. Miles de celulares han estado filmando sus directas, las pantallas son parte del efecto y del escenario de una festividad que va con los tiempos.
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Muy cerca de este inmenso mar de gente, se han estado llenando los tableros de palenques. Los tubos para lanzar los morteros, yacen en los laterales de la plaza. El Carmen anuncia su segunda salida y los parciales retan a su contrario, dicen que van a quemar al gallo. La gente corre despavorida, temerosa, porque los artilleros se lanzan a la guerra sin piedad. El fuego vuelve con oleadas de pequeña calma. San Salvador mira desde el norte y, no bien llega su turno, echa a andar una maquinaria implacable. Morteros, palometas, palenques, piezas móviles con descubrimientos, iniciativas; todo un universo real y maravilloso acontece enfrente de los que allí estamos. El olor a quemado, a pólvora se adueña de todo. Nos arden los ojos, lloramos, no se sabe si de felicidad o por la alergia. Todo transcurre, no obstante, con respeto y organización. Ninguno de los dos barrios transgrede la frontera que divide la ciudad. Pero se retan, se cantan rumbas, se motejan el uno al otro. Las discusiones acaloradas llenan las esquinas. Unos defienden al gavilán y la globa, otros al gallo. Todos son hijos de las tradiciones, amantes del suceso, protagonistas de la historia. Hoy son enemigos, mañana volverán a ser hermanos en la misma villa más de cinco veces centenaria.
Hasta las 3 de la madrugada, ambas facciones se suceden en la plaza. San Salvador tira más voladores que su contrario, que también le hace resistencia. El ruido se esparce, la gente huye, no hay una gota de paz. El olor de las bebidas se une al de los orines en las esquinas, los sudores, toda esa huella humana imperfecta. No se puede andar por la plaza, cubierta de restos de papel chamuscado, güines, casquillos que explotan, polvo. Alguien compara el calor del fuego parrandero con los altos precios de los alimentos en la trocha. Calientes de verdad. Pero la guerra sigue. Solo hay una tregua para subir a los maniquíes humanos a las carrozas. El Carmen versiona una leyenda china, con un lujoso vestuario que imita los muñecos de porcelana. La leyenda suena en los altavoces y la carroza se traba al doblar. La alzan a mano, la vuelven a llevar hasta un punto y la empujan. Cuando llega al centro de la plaza, la obra esplende. Los parciales enloquecen, las banderas carmelitas vuelan al viento. Hay aplausos. Un intermedio de calma anuncia que San Salvador viene con su carroza, que también versa sobre mitologías mesoamericanas y su imbricación con los ambientes selváticos. El respaldo es una boca inmensa con colmillos, que brilla en luces de color. Una serpiente recorre toda la obra. Los personajes representan diferentes animales tropicales. Los sansarices levantan su bandera encima del tractor que conduce todo el trayecto hasta el centro de la plaza. Antes de doblar, el cortejo se traba, otra vez alzan y empujan, chillan, hay ofensas, algunas personas quedan atrapadas entre la carroza y un lateral del parque, pero se logran zafar y corren. Todo continúa con un aullido y un grito de victoria. El gallo se trepa encima de la muchedumbre, es un símbolo hecho con papel maché que todos idolatran, desean, vitorean. Suena la polka ancestral y hay lágrimas. Esta vez, estamos seguros de que no se trata de alergia a la pólvora.
San Salvador sale por toda la plaza en marcha triunfal, pero El Carmen prepara el contragolpe, sin darse por vencido. Ahora los barrios se van a disputar quién se queda como vencedor. Gana quien más fuego dispare al aire, quien más grite y ondee su bandera, quien más suene su música. El duelo se torna feroz, vuelven las disputas. Cuando los carmelitas terminan, los sansarices vienen y realizan lo que ellos mismos llaman “el remate” o sea una entrada de voladores contundente, para convencer a su contrario de que perdió este año. Otra vez se hace evidente que el gallo posee mayor potencia de fuego. La bandera roja sansarí ya ondea en lo alto del trabajo de plaza, en señal de triunfo. No obstante, a las 9 de la mañana del 25 de diciembre, ambos barrios, hermanados por la historia, corren por las calles remedianas. Todos se sienten merecedores de una gloria escamoteada durante tres años por la pandemia y la crisis material que impedía soñar, salir libremente, mostrarnos como somos. Las Parrandas nos han exorcizado ese ser salvaje que llevábamos dentro, esa furia que no nos permitió renunciar a una fiesta única desde 1820.
El sol ilumina los montones de papel quemado, de suciedad, las calles obstruidas por barricadas, los andamios deshechos, los tableros desbaratados. Hubo una guerra que nos trajo la paz, la guerra de dos hermanos. Durante 24 horas, las redes sociales y la realidad fueron de enconadas porfías, la gente se retiró la palabra solo porque la otra persona defiende al barrio contrario. Pero el 25 vuelve la calma, las campanas de la iglesia suenan y convocan a la conciliación. La luz del amanecer muestra el color cenizo de una villa llevada al paroxismo, al exceso, incluso al desastre. Poco a poco, todo toma su cauce, el grito se torna conversación y murmullo. La villa va siendo de nuevo ese remanso que solo se agita una vez al año. Alguien pasa tarareando las rumbas de desafío y otro le contesta que en el 2023 viene la revancha. Ya se inician los planes para la próxima guerra.
Remedios regresa a la misma dimensión de antes. Las personas vuelven a sus lugares de origen en las máquinas y los camiones. Las calles están casi vacías, con una llovizna muy fina propia de los frentes fríos de esta temporada.
La victoria de la gente se disfruta entre todos, como si fuese suficiente, como si las Parrandas fuesen ese elemento crucial que acalla tantas otras ausencias. En las esquinas los sansarices y los carmelitas intercambian saludos, bromas, echan a jodedera lo que pasó el 24. La gente se felicita, porque hemos llegado una vez más a este punto de reencuentro, para apreciar la belleza de un fenómeno vivo.
Remedios no queda en el olvido, sino que viaja a través de las vivencias, se transforma en una catedral de gozo y magnificencia. Ha brillado la tradición y eso no es cualquier cosa. Tuvimos el privilegio del hallazgo y del mito.
En unos días, cuando termine el año, vendrá el renuevo de fuerzas, pero por ahora quedamos detenidos en este instante. La luz persiste en la memoria, como mismo la llovizna sobre los tejados.
La sonrisa de algunos viene con lágrimas de alegría y alivio.
Con nosotros van los vivos de hoy, también los ancestros y su energía. Puede sentirse en el aire calmado de estas horas. Las Parrandas transcurren en varias dimensiones de la existencia, algunas muy complejas y hasta ocultas.
Todo se va enlenteciendo otra vez, tomando su ritmo de villa, de sitio apartado, de señorío misterioso. Remedios ha vuelto a su esencia.
El viaje a la semilla vale mucho, pero es un ciclo, una constante. Toca redescubrirlo el próximo año, a la misma hora, con los mismos seres.
La vida parece apagarse, pero algo queda y todo indica que es inmortal.
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