viernes, 19 de abril de 2024

Alberto Rodríguez Tosca,un tábano fiero en el libro de la vida 

Este 21 de noviembre Alberto Rodríguez Tosca hubiera cumplido sesenta años. Falleció relativamente joven en el verano de 2015, como precio odioso por vivir a su modo de manera intensa, cumpliéndose en él el destino fatal sobre los amados de los dioses...

Codina Norberto en Exclusivo 20/11/2022
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Alberto Rodríguez Tosca
Alberto es sin duda una de las voces más importantes de su generación, un imprescindible de la poesía cubana de las últimas décadas...

Este 21 de noviembre Alberto Rodríguez Tosca hubiera cumplido sesenta años. Falleció relativamente joven en el verano de 2015, como precio odioso por vivir a su modo de manera intensa, cumpliéndose en él el destino fatal sobre los amados de los dioses. Albertico, como todos lo conocíamos, es sin duda una de las voces más importantes de su generación, un imprescindible de la poesía cubana de las últimas décadas. Pero para mí y para mi familia, de una manera entrañable, es mucho más que eso. Lo conocí hace cuarenta y cinco años, cuando era un muchacho —casi un niño— descreído, sarcástico, noble, disperso, afectuoso y querido, hereje por naturaleza, vocación que atraviesa toda su obra. Y así fue hasta el último instante, cuando tempranamente nos dejó su memoria entremezclada con sus anécdotas, poemas y prosas, para que siempre lo recordemos en todo el esplendor de su talento, su mirada triste y la eterna juventud de su amistad.

Para mí un par de su promoción es Ramón Fernández Larrea. Me consta la amistad que se profesaron y como interactuaron, desde los tempranos tiempos en que propicié se conocieran en la cofradía que eran entonces para nosotros los talleres literarios; pasando por las tertulias espirituosas, ya fueran en El Vedado o Artemisa; sus tiempos de colegas en la radio; hasta la comunión de siempre en lecturas, sentido incansable y cáustico del humor, y afinidades que creo ver emparentadas en la escritura de ambos. Podían compartir, a mí discreto entender, los calificativos que antes mencioné, amén de esa propensión a vivir como una ráfaga, que en parte le costara la vida al primero, y de la que Ramoncito, Magdalena mediante, pudo sobrevivir a tiempo.

A finales de los años setenta del pasado siglo (¡qué horror!, acotaría Albertico), me tocó ser responsable de que a la sazón los bisoños escritores León de la Hoz y Luis Carmona, con sus papeles, afanes y sueños, empezaran como asesores literarios en Artemisa de lo que sería el taller literario “Manuel Isidro Méndez”, radicado en la biblioteca municipal y llamado así en homenaje al emigrante asturiano que, como intelectual y ciudadano, había merecido la distinción de “hijo adoptivo” de esa villa. Pero para dar fe de ese aprendizaje iniciático, nada mejor que el testimonio de uno de sus principales protagonistas, por eso le pedí hace años para el prólogo que escribí sobre uno de sus contertulios —Vázquez—, una breve evocación, a quien entonces casi un niño como otros del grupo, se convertiría tempranamente en uno de los poetas cubanos más auténticos que he conocido. Así me describió Alberto aquella “educación sentimental”:

Tendríamos “una edad misericordiosa”, cuando un grupo de muchachos, bajo la sombra en flor de Rafael León de la Hoz —quien aún no había ganado el Premio David de Poesía con La cara en la moneda— y de Luis Carmona Ymas —quien aún no había publicado en Letras Cubanas su obra de teatro María y José—, invadimos las salas de la Biblioteca de Artemisa para delinquir en torno a la poesía, la narrativa y la amistad. El Taller “Manuel Isidro Méndez” —artemiseño él por adopción y uno de los más grandes estudiosos de la vida y la obra de Martí—, congregó durante muchos años a entonces aprendices de poetas que ya creían serlo. Ninguno lo éramos, pero como escribió Martí sobre los pintores impresionistas: “¡Ya es digno del cielo el que intenta escalarlo!”. Al Taller —que no al cielo—, algunos llegaron primero, otros se incorporaron después. No los cito por orden de aparición, ni de desaparición, y se me quedarán por fuera muchos nombres, pues la memoria y el tiempo saben hacer su trabajo. Roberto Luis Rodríguez Lastre, Nelson Valdés del Busto, Jorge Nelson García, René Suárez Seva, Pablo Lorenzo, Armando Martínez, Julio Ernesto Cintado, Paco My Friend, José Eduardo Vázquez, más los consecuentes y pacientes León de la Hoz y Carmona Ymas. Los talleres comenzaban en la biblioteca y terminaban en cualquier otro lugar. Sobre todo en la casa de René y Chely —nuestra hermana del alma—, oyendo a Bach, Tchaikovsky, Benny Moré, Silvio Rodríguez, tomando vino de arroz, y hablando hasta la madrugada de poesía, de narrativa, y de todo lo humano y lo divino. De esto hace ya muchos años, cuando teníamos una edad misericordiosa. Ahora que ya no somos jóvenes, nos conformamos con la misericordia de la edad. Y de la amistad.

Cada uno de sus libros, y aún antes con aquel cuento “Mi reino por una pregunta”, que tal vez fuera su texto más promocionado; o los primeros versos de aquella experiencia seminal del taller; o ya en la segunda mitad de los ochenta Todas las jaurías del rey —uno de los premios David más elogiados—; conforman de manera legítima un todo orgánico, que la compilación Obra poética (Ediciones Unión, 2017) no haría más que confirmar. En apenas cinco libros de poesía, ¡para qué más!, se registra una voz ya perdurable en nuestra literatura, que se manifiesta como un discurso único, vital y estremecedor que articula el “diálogo… con las palabras y las emociones, las angustias, la soledad, la muerte… siempre inmerso en un torbellino devastador… devorándolo… como un inconcebible misterio que la vitalidad de sus mejores y más plenos años no pudo esclarecer”. Estas palabras del amigo común Enrique Saínz —otra ausencia dolorosa—, en su prólogo a la suma que los tres gestamos en una habitación del hospital “Hermanos Ameijeiras”, donde Alberto luchaba con su enfermedad a la par de trajinar febrilmente en su laptop, tratan de apresar esos sentimientos y realidades que percibimos como golpes o rachas en la lectura de sus poemas.

De Alberto aparecieron después de su fallecimiento dos de sus libros de narrativa. La artemiseña editorial Unicornio, en coedición con Cubaliteraria, dio a conocer en versión digital su compilación de cuentos Mi reino por una pregunta. Este fue un proyecto que el autor acarició en más de una ocasión, y que en la recta final de su vida se convirtió en parte de sus obsesiones, de ahí que fuera tema recurrente con algunos amigos como sus entrañables panas colombianos Juan Manuel Roca, Claudia Arcila o Luz Dary Peña, quien finalmente lo llevaría a cabo. Tuve el privilegio de estar en estas complicidades junto a su familia y a sus interlocutores afines devenidos en albaceas literarios. Por eso este libro me es tan particularmente cercano.

Ya en el 2017 la editorial Oriente publicó con carácter post-mortem su noveleta Numerio Negidio. El hombre que se persignaba con la mano izquierda, texto que confiamos a los buenos oficios de Aida Bahr y cuya circulación ella propició en dicho selloOtro original, la novela “Los Infiernos del Paraíso”, desde hace unos cuantos años duerme en Letras Cubanas —alguna vez estuvo en su plan editorial—, pero lamentablemente no se ha publicado, pues como diría Stefan Zweig parece que “los muertos nunca tienen la razón”. Quizá Juan Manuel, Claudia, Luz o su sobrina Liem conozcan de algún otro texto o fragmento narrativo que se traspapeló en algún desgastado morral colombiano o en una computadora cacharreada.

En Albertico, salirse de las pautas de lo convencional, desandar el hastío en su condición intrínseca de la vida, apostar a las representaciones del presente generadas por la condición perturbadora y curiosa del descreimiento y que como aparente paradoja lleva implícito el humanismo más auténtico, son todos signos de su arte poética y su existencia. Melancólico por naturaleza, siempre sensible a esa disposición del ánimo que solapaba con su ironía, Rodríguez Tosca no cesa de explorar lo hermoso en sus revelaciones más subjetivas. La pregunta rotunda o balbuceante. Creo que siempre se planteó como individuo y como creador este desafío: ¿cómo vivir en la sociedad si no se ha cultivado como reducto la plenitud de la soledad? Como su admirado Rimbaud, ser el otro yo. La soledad para seducir a la muchedumbre, en la comunión de la resistencia.

Nos educamos durante mucho tiempo en la creencia de que teníamos todas las respuestas, o por lo menos una para cada pregunta, y de golpe nos quedamos sin el despeje para la más elemental interrogante. “Mi reino por una pregunta”, cuento de hace cuatro décadas, se plantea de manera categórica ese desafío. Creo que los deudos de la poesía, la historia, la filosofía, la eticidad, o simplemente el vivir, no debemos renunciar a cosechar más preguntas que respuestas, lección que nos legó Albertico.

Al leer la primera versión de este texto, el intelectual argentino Jorge Boccanera, sin duda una las voces poéticas más importantes de su generación en Latinoamérica, me escribió este generoso testimonio que constituye una semblanza medular y autorizada del amigo común:

con Alberto enlazamos una amistad, lo vi en Colombia en diversas oportunidades y pude apreciar la hondura de su poesía, singular, aunque algo vallejiana en la cuerda del desamparo. Recuerdo su ironía, su cara de niño despistado, su desaliento cuando, como dicen los mexicanos, “arrastraba su cobija” detrás de una empleada de buen ver de la Casa Silva, las charlas alrededor de algunos tragos. Seguíamos la amistad por internet. Lo que ignoraba era su producción narrativa. No creo que solamente fuera un muy buen poeta cubano; creo que fue uno de los mejores poetas hispanoamericanos de las últimas promociones.

Alberto Rodríguez Tosca registra una voz ya perdurable en nuestra literatura, que se manifiesta como un discurso único, vital y estremecedor, donde se cumple la palabra de San Juan, El Teólogo que él, heterodoxo a tiempo completo como fue, alguna vez cita, refrendando la vocación que atraviesa toda su obra: “Dios quitará su parte del libro de la vida, /y de la santa ciudad y de las cosas / que están escritas en este libro”.

Albertico, en el Olimpo que merecemos los ateos, refunda en el tiempo su parte en el libro de la vida que nos legó.


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Codina Norberto


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