Nací y vivo en un sitio que detenta la distinción de Ciudad Monumento, debido a que numerosos eruditos de las ciencias sociales, la arquitectura, las artes y las letras han reconocido la valía de San Juan de los Remedios como piedra fundacional de la Cuba hispana, allá en los albores del siglo XVI. Sin embargo, pese a ser una urbe plagada de un desarrollo autónomo, donde prima un discurso monumental distintivo e imprescindible para la cultura nacional, son muchos los agujeros negros que empañan la existencia de este “museo de arte vivo”, como lo llamé en una reciente crónica por el 504 aniversario, en la página cultural del diario Granma.
Hernán Venegas, erudito de la historia, describió en un ensayo repleto de pruebas documentales, cómo Remedios es casi la única ciudad cubana que ha mantenido la tipología decimonónica, propia de aquellas urbes azucareras, surgidas al calor de los ingenios y de la larga data del dulce como sustancia y esencia. En los anillos que conforman los diferentes cascos históricos, que fueron creciendo a partir de circunstancias sociológicas, la ciudad narra con perfecta armonía aquel universo de tertulias, teatros, declamaciones, bailes, y florecimiento de una clase que al fin se sentía con fuerza para construir una arquitectura ecléctica en lo físico y lo espiritual.
Los agujeros negros, las grietas en el monumento, comienzan por la mentalidad de quien las habita, de quien las comete y valida. La figura de Alejandro García Caturla, ya maltratada en muchos aspectos, carece de una participación justa en esa narrativa de la ciudad. Ahí, en la calle José Antonio Peña, está la casa donde naciera, hoy convertida en un solar afeado por las condiciones de hacinamiento, intervenciones constrictivas que atentan contra la estructura de la vivienda original, así como cualquier fisonomía que recuerde la vida del que fuera considerado el más genial compositor cubano del siglo pasado, así como un jurista prominente. La triste tarja, que varias veces se ha caído, contiene errores de redacción, que conducen a malos entendidos para aquellos pocos que reparen en esa primera morada del músico.
Ni hablar de la vivienda donde Caturla tuvo su amor, gran parte de su vida y sus hijos, cita en la calle Andrés del Río, un edificio canibaleado hasta los cimientos, del que solo quedó parte de la fachada, el patio y algunas paredes. El espectáculo, situado en el primer anillo de expansión arquitectónica descrito por Venegas, no solo muestra al foráneo una crueldad sin límites hacia la cultura, sino cómo la historia, literalmente, puede borrarse, debido a la indiferencia mental, la apatía, la ignorancia. Esa casa, donde vivió la viuda de Caturla, es parte de un patrimonio ya casi irrecuperable.
Así se pierden las narrativas monumentales, en medio del silencio y el canibalismo, de las medias verdades y las directrices que se legislan, pero no se cumplen. Recientemente un lujoso hotel afectó la existencia de la Casa Museo y vivienda de la familia Caturla, repleta de fondos físicos y espirituales, en una ciudad cuyo único atractivo turístico es ese: el patrimonio. A muchos nos consternó el absurdo de que se construyan hoteles, para un turismo cultural, y no se construya y preserve la cultura. Mucho costó que se tuviese en cuenta el daño al Museo, y aún a estas alturas, luego de cinco años, sigue sin prestar servicios, con buena parte de sus fondos comprometidos.
Siempre que se habla de restauración monumental, de patrimonio, hay quien salta con el ritornelo del financiamiento, pero ni la conciencia, ni el conocimiento y menos aún la sensibilidad cuestan un centavo, y en esos fundamentos está el garante de que las narrativas monumentales, las huellas del paso de los grandes hombres, se preserven. Remedios, con sus títulos patrimoniales a nivel de nación y de la UNESCO, no tiene hoy una Oficina del Restaurador, aunque hace décadas está en planes. Tampoco cuenta, en la plantilla de la Dirección de Cultura, con la plaza de Historiador de la Ciudad, a pesar de sus más de 500 años y sus innúmeros aportes a los estudios eruditos, así como la larga data de investigadores, algunos de ellos reconocidos por la Academia de la Historia de Cuba y la Sociedad Cultural Amigos del País, como los hermanos Martínez Fortún, quienes escribieron la más pormenorizada historia de una ciudad cubana.
Por suerte, mediante la ayuda de los artesanos que siempre tuvo la urbe, se rescataron espacios como la Tertulia, sitio cultural de obligada historia, donde no solo se pactaron sucesos decisivos para Cuba, sino que ocurrieron escenas cotidianas, como las presentaciones de Brindis de Salas o Ignacio Cervantes. Ese centro, aunque recuperó su fisonomía, aún dista no obstante de retornar a las narrativas que le dieron origen, y ser la convergencia cultural de una ciudad que es cuna de un país. Me pregunto por qué iniciativas así no se generalizan, ya que ahora mismo, quienes están encargados de restaurar el Teatro Villena de Remedios (en ruinas) no son brigadistas con la sensibilidad del arte, como sí es el caso de quienes trabajan en la Habana, en ese resurgimiento de aquella otra urbe maravilla y monumental. A muchos nos preocupa la “cultura” de la demolición en muchas de estas brigadas, sobre todo porque no traen incorporado el chip del amor por el monumento, ni conocen, ni padecen.
Aun así, Remedios es bella, y a partir de esa cualidad, quienes la visitan siguen reconociendo en ella el rostro de una ciudad detenida en el tiempo, que nos narra constantemente su vida, un museo vitalista e invencible. Un amigo, que vino hace poco de Encrucijada, me enseñaba fotografías de allá, y con dolor vi una de la desvencijada Casa de Cultura de un poblado, cuya puerta ostentaba con tiza el slogan “A disfrutar Cuba”. Parecía un chiste, un performance, incluso calificaba como una rara muestra de arte kafkiano, si no fuese por los ojos tristes del amigo. “Ustedes aún tienen algo que cuidar, al menos”, dijo, y yo miré hacia las dos torres de las iglesias de la plaza, con esa inconformidad propia del remediano, y que nos ha perpetuado en el duro tiempo.
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