Gustave Flaubert, uno de los más grandes narradores del siglo XIX, no quería ser escritor. Quería ser poeta. Por eso su Madame Bovary, ícono de la literatura universal, sabe a poesía. Cada vez que terminaba de escribir un párrafo se paseaba durante horas por su jardín, leyéndoselo a sí mismo. Dicen que hasta que no le sonaba musical a su oído, no lo daba por terminado.
Su Madame Bovary raya en la perfección. Las adaptaciones cinematográficas que le han sucedido a su obra no han tenido la misma tamaña suerte. Quizá la de Vincente Minelli del año 1949 sea la más interesante (aunque no deja de ser un melodrama) si tenemos en cuenta la época en que fue hecha y los prejuicios que imperaban en Estados Unidos por aquellos años. La verdad es que Flaubert no ha tenido demasiada suerte en su traslado a la pantalla.
Las omisiones que la directora inglesa Sophie Barthes hace a la novela la depuran demasiado y amputan su hijo argumental en la cinta. Dice la Emma de Barthes:
“Solía ver en mi temprana juventud la vida como una niña ante un escenario, impaciente porque comience la función. Qué alivio no saber lo que se avecinaba. Mientras más lo pienso, más tengo claro que la vida es decepcionante”.
Esta adaptación de la novela francesa tan solo hace hincapié en los desórdenes financieros que provoca la voracidad consumista de Emma. Queda entonces ella como una chiquilla engreída, egoísta, egocéntrica, ansiosa de elogios y de sexo. Esta Emma no ama, ni al amor ni a sí misma. Esta Emma está miserablemente aburrida. No logra empatía con el público; es una Emma a la que se le juzga y condena.
La prosa de Flaubert requiere de tiempo y sosiego para ser apreciada y para conectar con la historia y los personajes. La película de Sophie Barthes, como si quisiera ser Flaubert, hace justamente eso. Se toma su tiempo, reduce el diálogo (¿cuántas palabras se dicen en los primeros quince minutos?), paladea cada plano como si se tratara del último que el mundo vaya a contemplar y ralentiza al máximo la acción.
El resultado es una película preciosista en lo visual, pero carente de toda magia en lo narrativo. Es densa, muy densa, llega a aburrir y la pasión de los amores de Emma Bovary nunca traspasa la pantalla.
Así, lo mejor es el nivel de vestuarios, decorados, maquillaje y peluquería, (¿hay algo mejor que la cinematografía británica para adaptar novelas clásicas y hacer época?).
Por otra parte, Ezra Miller es el perfecto Léon, Paul Giamatti y Rhys Ifans aportan la nota de elegancia y veteranía, Logan Marshall-Green clava la seducción maliciosa de Rodolphe.
Y Mia Wasikowska, cada vez más grande, llena la pantalla cada vez que aparece y matiza hasta el extremo cada mirada y cada inflexión de voz de su personaje… lo que hace más lamentable el fallo de la cinta en cuanto a ritmo e intensidad.
sen
15/2/16 14:30
se nota que te gusta la literatura
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