Por muchos años, cuando los judíos sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial contaban a la gente sus historias, nadie les creía. No concebían que las feroces anécdotas de los campos de concentración fueran posibles. Los sobrevivientes entonces tenían que cargar con una carga más: la del silencio. La disculpa del mundo todavía estaba demasiado lejos.
Fueron los medios de comunicación quienes lo cambiaron todo. Cuando el oficial de la SS Adolf Eichmann es apresado en Buenos Aires en el año 1961, se le lleva a Israel para ser juzgado. Como prueba de que sería un juicio justo, Israel autoriza a que se filme cada parte del juicio.
Treinta y siete países vieron en vivo el juicio de este nazi, responsable de lo que los alemanes llamaron “la solución final”, y que fue la orden de exterminio de seis mil judíos. Seis mil personas que fueron barridas por tractores como si fueran piedras en el camino. Seis mil pares de antebrazos con números, sepultados, por la orden de un solo hombre: Eichmann.
No es de extrañar entonces que este juicio se convirtiera a finales de los años sesenta en un acontecimiento mundial. El filme El juicio de Eichmann (2015) se centra en el colectivo de realización audiovisual que hizo posible que este juicio fuera uno de los eventos más importantes del siglo XX, a la vez que deviene homenaje al poder universal de los medios de comunicación como guardianes de la memoria histórica. La televisión como mecanismo rompedor del silencio.
Dirigido por Paul Andrew Williams, en el filme, el productor de televisión encargado de trasladar estas imágenes a los hogares de millones de personas en todo el mundo es Milton Fruchtman (interpretado por Martin Freeman), quien contrata para dirigir las cámaras al realizador estadounidense Leo Hurwitz (Anthony LaPaglia), en esos momentos en la Lista Negra de Hollywood. Primero tendrán que salvar las dificultades impuestas por los jueces, y una vez comience el juicio chocarán las dos personalidades de Milton y Leo; el primero quería melodrama, y el segundo estaba obsesionado con sacar de Eichmann un gesto de arrepentimiento.
El guión de la cinta, de Simon Block, es dirigido con ritmo fluido: nunca se estanca; más bien todo lo contrario: expectante, mantiene la atención. Muestra el background de una transmisión televisiva, debate sobre los problemas de la época para hacer llegar las grabaciones a los numerosos países que las reclamaban, sobre las ya por entonces perniciosas guerras de audiencias, donde la importancia de un acontecimiento se medía por el público que era capaz de arrastrar la televisión, como si de una carrera se tratara.
El actor Martin Freeman borda con fuerte personalidad al productor de El juicio de Eichmann. Extraordinario en El hobbit, verosímil en Sherlock Holmes, Freeman sabe imprimirle carácter y humanidad al Fruchtman de esta cinta. Anthony LaPaglia, por su parte, resulta una carismática presencia; emite reflexividad, obsesión, intensidad, posee una mirada profunda que maneja con su mesurado lenguaje gestual. Este personaje tiene una obsesión por captar la humanidad de un inalterable “monstruo” de la historia. Quiere probar que en las condiciones adecuadas, todos podemos ser nazis.
Porque El juicio de Eichmann como película recoge los tres grandes méritos que tuvo el audiovisual filmado por Hurwitz y Fruchtman. Primero, el zarandeo al silencio que sucedió a la Segunda Guerra Mundial. Después, el vaticinio de la preponderancia universal que los medios de comunicación asumirían a mediados del siglo pasado. Luego, algo todavía no del todo aceptado hoy: el nazismo no ha muerto.
La película lo dice explícitamente: mientras haya una persona que condene a otra por su tamaño de la nariz, por su religión, por su género; mientras miremos al otro como extraño y le cerremos el paso en un momento dado… habrá nazismo.
ss
14/11/15 11:30
De paso la película es una necesaria lección de historia con buena dosis de actualidad cuando las intolerancias de todo tipo, pero en primer lugar las provocadas por motivos étnicos y religiosos, nos acercan a la Tercera conflagración mundial, como recién sentenció su Santidad. De las actuaciones sorprende el registro inusitado pero exacto de Martin Freeman, irreconocible después de vérsele con gusto en filmes más ligeros.
tito
13/11/15 17:15
mientras haya una persona que condene a otra por su tamaño de la nariz, por su religión, por su género; mientras miremos al otro como extraño y le cerremos el paso en un momento dado… habrá nazismo
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