La vida no es, como nos empeñamos en creer, una línea recta que va del nacimiento a la muerte. La vida, sinuosa, contradictoria, se parece más a una espiral; y vuelve a comenzar tantas veces que nos cuesta reconocernos en quienes éramos hace cinco años, o tal vez uno.
Reiniciamos con una nueva escuela, otro empleo, una ruptura, un amor, un parto; y cada vez se nos funden dentro la emoción y el miedo, porque necesitamos cambiar para crecer, pero para cambiar hay que ser valientes.
Mudarse de casa es quizá la mejor metáfora de esos vaivenes en la existencia. Primero nos excitan las muchas posibilidades: las novedades del barrio, la distribución de los muebles, el color que le daremos a las paredes, el librero a colocar…
Luego entramos en pánico. “¿Cómo meter una vida entera en cajas? ¿De dónde saqué tantas cosas? Nunca terminaré de organizar esto. ¿Quién me habrá mandado a hacerlo?”
Después aceptamos lo inevitable. Embalamos medio a lo loco, siempre demasiado rápido, siempre mal. Y nos vamos encontrando con trastes que no sirven para nada, y cosas guardadas para un “por si acaso” que jamás ocurrió. Llenamos bolsas de basura, y le damos una patada al arrepentimiento.
Como conquistadores llegamos a la casa nueva, temerosos de descubrir qué se rompió en el camino, porque es ley inexorable de una mudanza que algo se rompe y algo se pierde.
Y empezamos a desempacar, primero lo de mayor necesidad, y en días sucesivos lo demás, con timidez, porque aún no es ese nuestro hábitat.
Poco a poco desaparecen las cajas y las bolsas. La ropa empieza a ocupar las gavetas, los libros las estanterías: y ya podemos, de noche, encontrar sin equivocarnos el sitio exacto donde está el interruptor de la luz del baño.
Es paulatino el proceso mutuo de conquista. La casa empieza a saber que existes y tú empiezas a poblar la casa. Guardas la primera cosa inútil para por si acaso, y declaras que ya no te vas más, que ese es tu lugar definitivo.
“Estoy en mi hogar”, te dices bajito. Y solo entonces es que ha terminado la mudanza, aunque los demás no puedan ver la piel nueva y brillante que ya estrenas. No tienes esa ventaja, como las lagartijas.
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