Para sopesar el serio ejercicio físico, mental y emocional que suponen las labores de cuidado basta situarse en uno de esos días en que llegamos a casa “destruidas”, quizá porque madrugamos o trabajamos mucho, o porque fue un día malo. Solo queremos un baño, comer algo ligero, o no comer, e ir a la cama.
Pero quien cuida no puede darse ese lujo, debe sobreponerse al agotamiento, bañar a otros, prepararles alimentos, entretenerlos, mantener a raya el malhumor, acostarlos… Y entonces, solo entonces, descansar.
Cuidar es anteponer necesidades ajenas a las propias, por amor pero también por deber. La responsabilidad de asegurar la supervivencia y bienestar de otro ser humano es exigente y abrumadora, y tiene consecuencias determinantes sobre la vida de quien la ejerce.
El tema de los cuidados, a nivel mundial, está atravesado por las brechas de género. La mayoría de quienes cuidan son mujeres. Por esa labor no suelen recibir remuneración, lo que las sitúa en un escenario de evidente desprotección y dependencia económica; y muchas veces, aunque haya pares masculinos que puedan asumir o compartir la tarea, se da por sentado que ese papel les corresponde a ellas.
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Paulatinamente, se ha avanzado en una distribución del cuidado más equitativa entre hombres y mujeres, pero a paso muy lento; prueba de ello es que –según datos del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social– en Cuba las mujeres acumulan a la semana, como promedio, casi nueve horas más que los hombres en tareas de cuidado infantil, a personas mayores, enfermas y en situación de discapacidad, y 14, 21 horas semanales más dedicadas al trabajo doméstico.
Asimismo, cerca del 68 % de las personas que prestan ayuda o apoyo a personas de 50 años y más con alguna limitación, en las actividades básicas de la vida diaria, son mujeres. También ellas abandonan el empleo en una proporción mucho mayor que los hombres (26 % frente a 7,2%) por la necesidad de proveer cuidado.
Si bien no es ni por asomo lo mismo cuidar a un anciano que no se vale por sí mismo, a un enfermo terminal, a un niño con algún padecimiento, o a un hijo sano, desempeñar este rol, sin los debidos apoyos, conduce a la sobrecarga, el estrés y los sentimientos de frustración e infelicidad.
¿Qué hacer entonces? Lo primero es no naturalizar el malestar. Cuidar es duro, no es poca cosa y, por tanto, merece reconocimiento social y familiar. Las mujeres deben exigir la responsabilidad de quienes la tengan en el seno del hogar, compartir y delegar.
Siempre que sea posible, hay que balancear para tomarse un respiro y, de no tener red de apoyo, empezar por creernos nosotras mismas que estamos haciendo una labor importantísima. El mundo no se sostiene sin manos cuidadoras.
Es de mucha ayuda comunicarnos con otras personas que estén viviendo la misma situación, buscar un pasatiempo, hacer alguna actividad física, y trabajar a diario los pensamientos negativos.
Aunque parezca un cliché y aunque dependiendo de los contextos puede que en ocasiones resulte dificilísimo, mantener una actitud positiva es esencial para no caer en la tristeza o, peor aún, en la depresión. Si eso pasa, es imprescindible pedir ayuda especializada.
En el país, actualmente, instrumentos de gobierno como el Sistema Nacional para el Cuidado Integral de la Vida comienzan a abrir el camino con acciones concretas para favorecer la autonomía y el bienestar de las personas que requieren cuidado temporal o permanente y de las personas cuidadoras.
Ser cuidado es un derecho, incluso cuando se cuida. Cuidar es darse. Que sea posible hacerlo de forma sana, y sin coartar el desarrollo de las personas implicadas será, sin dudas, un indicador de que hemos avanzado como humanidad.
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