Mi esposo me dijo: “Acompáñame el sábado un rato al trabajo y después nos vamos a salir por ahí”. Y yo estuve a punto de decirle que no.
¿Por qué? Pues porque la casa estaba sucia, había ropa por lavar, no teníamos nada de comida hecha; y los niños se habían ido con su papá, así que sería el momento ideal para entregarme de lleno a las tareas domésticas.
Yo odio las tareas domésticas y las amo con igual intensidad. Me explico, no me gusta lavar, ni planchar, ni limpiar... pero necesito el orden y la limpieza para mi estabilidad mental. Así que asumo lo uno para llegar a lo otro.
Ese viernes en la noche, antes de contestarle, me detuve a pensar: dejaría de salir, y era cierto, tendría tiempo para asumir todas esas tareas, la casa quedaría brillante; y, horas después, volvería a haber ropa sucia, el piso se ensuciaría, nos comeríamos la comida, y todo volvería a empezar otra vez, como rueda que no para de girar. El trabajo en una casa no se acaba nunca, jamás.
Así que le dije a mi esposo que sí, que me iba. ¿Y saben qué? No pasó nada. Vivimos un sábado muy bonito, y al día siguiente nos distribuimos las cosas a hacer. No me voy a acordar de qué ropa lavamos ese día, ni de qué suciedad restregué, pero sí de los lugares que visitamos la tarde anterior y de lo bien que nos sentimos.
El trabajo doméstico es una forma de esclavitud, y no soy tremendista. No es remunerado, no tiene horas establecidas, no se termina y, por lo general, recae sobre las mujeres. Aunque se comparta con otros miembros de la familia, la carga mental usualmente nos corresponde a nosotras.
Por alguna misteriosa razón, el resto de los miembros de casa no ve el polvo sobre los muebles, el cesto de la basura a punto de desbordarse, los zapatos regados... hasta que lo señalamos. Y esa posición de alerta constante también cansa.
Alguna vez leí que las labores del hogar son el mayor impedimento para el libre desarrollo de la creatividad de las mujeres. Y es cierto: quieres sentarte a escribir, pero mejor antes pones la lavadora; vas a ordenar tus ideas sobre ese proyecto, pero necesitas ablandar los frijoles; quieres hacer esa llamada importante, pero lo más prudente es fregar rápido el piso de la cocina. Al final se acaba el día, estás agotada y te acuestas a dormir sin haber hecho casi nada por ti misma.
Es duro para quienes tienen en esa su única ocupación, porque como ya dije, no poseen derecho a vacaciones, ni cierran su puesto laboral; y también lo es para quienes ejercen una profesión fuera y luego deben enfrentarse a esa máquina de triturar que puede llegar a ser el ejercicio de mantener una casa.
¿Quiere esto decir que debemos vivir en la mugre? ¿Desatender a los hijos? Claro que no. Lo primero es separar deber de obsesión, hay que distribuir las labores de tal forma que cada día tengamos tiempo para nosotras y para hacerlas sostenibles.
Hacerse la de la vista gorda un rato con esa mano churrosa que tu hijo pegó en alguna parte, no va a matar a nadie.
Lo otro es repartir tareas con nuestra pareja y con todo el que viva bajo el mismo techo. Es difícil, el patriarcado les ha dicho por años a los hombres que si hay una mujer, ella se ocupará de todo, y la comida les llegará calentita a la mesa por arte de magia.
Pero nos toca alzar nuestra voz y negarnos a ser empleadas domésticas; y si esa persona que nos acompaña en la vida es inteligente, sensible y nos ama, asumirá la parte que le toca.
Dejar de vivir por limpiar no puede ser una opción, aunque a veces la tentación sea fuerte. La casa puede esperar, la vida no, porque nuestro tiempo en el mundo es limitado.
Al final todo se trata de equilibrio, ni aceptar la suciedad ni vivir para pasar trapo y bayeta. Renunciemos a la esclavitud y cambiémosla por una distribución equitativa de la carga doméstica, y por una visión más flexible de la realidad.
Manuel
14/9/23 14:21
En mi casa a partir de los 13 años había que lavar la ropa propia, nos repartieron quien buscaba el pan todos los días y quién botaba la basura todos los días, nos dejaban el almuerzo hecho y solo era calentarlo, cuando la vieja regresaba del trabajo todo tenía que estar limpio y fregado, a medida que fuimos creciendo ella podía irse una semana o 15 días de visita a nuestros familiares y ya nosotros sabíamos que hacer
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