Si me preguntaran qué trabajo no querría hacer bajo ninguna circunstancia, en el top de mi lista estaría sin dudas: vendedora de juguetes en el Zoológico Nacional.
Creo que no me alcanzaría el corazón para ver impasible cómo madres y padres hacen malabares para separar a sus hijos de las mesas repletas de ofertas coloridas, brillantes, atractivas y, sobre todo, caras, desproporcionadamente caras con respecto a su calidad.
Es difícil explicarle a una niña o niño de pocos años conceptos como ahorro, necesidad y hasta abuso, y hay casi que dominar la magia para entretener o soportar con estoicismo el llanto cuando el "no" es la única respuesta posible.
Y no se trata solamente de una cuestión económica, sino de educar en principios familiares que incluyen la austeridad y la planificación.
Finalmente, además del trago amargo que significa vivir algo como eso, no le pongo demasiado dramatismo. Mi experiencia de madre me ha enseñado que la popularidad de los juguetes nuevos es muy efímera.
¿Dónde está ese bebé enorme que compré con tanto sacrificio? ¿Y la barbie mariposa del último cumpleaños? ¿ A dónde habrán ido a parar las ruedas de la retroexcavadora? Andan por ahí, en el fondo del cajón de los juguetes. A veces los ven y juegan un rato, a veces ni siquiera eso.
Otras cosas hacen más felices a mi hija e hijo: la etiqueta que le quité al vestido, los cacharros de la cocina, la escoba, unos pomos vacíos, una caja de cassette...
Claro que juegan con muñecas, carritos, pistolas de agua, muñecos de goma... pero no hay manera de prever cuál de todos se convertirá en el favorito ni por cuánto tiempo, ni qué artefacto alejado del juego conquistará sus mentes inquietas.
Por eso no dejo que el tema juguetes me quite el sueño, en ocasiones trato de regalarles alguno que -después de mucha observación- suponga que les puede gustar; y les guardo todos los envoltorios y cositas viejas que imagino puedan hacer "click" con su imaginación.
Por supuesto que nada disculpa los altos precios, casi vergonzosos, de los juguetes en tiendas estatales y puestos privados. Los juguetes no debieran ser prohibitivos; pero es sabio, para nuestra tranquilidad emocional de madres y padres, separar los verdaderos deseos de nuestros hijos de tener un juguete, de los anhelos nuestros: lo que creemos que necesitan para ser felices, para no ser menos que otros niños; lo que quisimos nosotros y no pudimos tener.
Recordemos el hermoso cuento La muñeca negra, de La Edad de Oro; las almas infantiles son felices con muy poco, y es responsabilidad nuestra preservar y acentuar esa tendencia a la simpleza, a la espiritualidad, al ser por sobre el tener.
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