Hablar de los porteros resulta una complicada labor. Escarbar en las interioridades y motivaciones que hacen de estos seres criaturas solitarias, ególatras y con profundas ínfulas dictatoriales, requiere la sapiencia del que ha visto mucho y entiende el balompié con la agudeza reservada para ciertos elegidos. Para nada será este atrevido relator, un enésimo enamorado más de los misterios que guarda una cancha, quien, dándoselas de iluminado, intente descifrar lo aparentemente inexplicable.
Al menos de momento, al columnista que pone a su disposición los criterios nacidos tras la resaca de un domingo huérfano de fútbol, apenas le alcanza para escribir sobre la contradictoria admiración/lástima que descubre en la figura del cancerbero. ¿Quién en su sano juicio encarnaría la antítesis de la felicidad? ¿Quién, por libre y espontánea voluntad, aceptaría el rol suicida de frustrar lo maravilloso?
Si alguna vez intentó patear un balón, de seguro lo sabe. Aquel que defiende el arco en los partidos del barrio lo hace por el consuelo de pertenecer. Por lo general allí le corresponde al marginado, al incapaz de conducir el esférico y driblar al rival de turno. Hasta en la “inocencia” de la calle el guardameta se antoja un mal necesario. Porque, nos guste o no, su importancia solo se compara a la del gol.
Por eso, a golpe de resignación, el cancerbero se ganó por derecho propio el título de artista. Uno austero, que precisa de la exactitud de sus movimientos, del error del rival y hasta del azar para subsistir en medio de un entorno hostil por definición.
Con el paso de los años varios, por una u otra razón, han quedado para siempre en las mejores antologías de tan sui generis credo. Keylor Navas, una década después de haber descubierto Europa, ya puede alardear de pertenecer a la inmortalidad.
Todavía hoy se antoja un tanto sospechoso lo poco que la industria cultural y sus máquinas productoras de contenido chatarra han explotado la vida “políticamente correcta” del costarricense: una historia plagada de sacrificios y decepciones que se vencieron gracias al trabajo diario. Una delicia de cliché
A eso debió aspirar Keylor, a servir de excusa para vender cuentos rosas y dejar de un lado el anhelo de disputar un puesto entre los goleros más grandes. Pues, en definitiva, jamás contó con el estereotipo requerido para defender el casillero de un buen club.
Incontables temporadas después, se sospecha a siglos de diferencia de poder lucir una casta similar al del imponente Dino Zoff y de gozar los privilegios que traen consigo quebrar moldes y escupirle la cara a los establecido como lo ensayara en su momento el “Mono” Burgos. Una y otra vez Navas ha demostrado sus desafueros con lo puritano, un pecado imperdonable en el oficio de quebrar utopías.
El nacido en el discreto distrito de San Isidro deberá pagar hasta su último segundo en la grama la ausencia del grito exacto, del gesto amenazante o la mirada retadora a la grada enemiga, la falta de interés para reclamar la piedra del macho alfa y hasta la grandeza que radica en saber perder.
Sin embargo, Keylor triunfó; y triunfó porque nunca le quedó pequeño el uniforme de peón. Al contrario. Con él entrenó más duro que nadie, aguantó con frialdad envidiable su chance en el limbo del banquillo y exprimió al máximo cada achique, vuelo y atajada para decir con hechos.
En cualquier caso, pertenece a una especie rara, en peligro de extinción. Puede que ni siquiera lleguemos a entender la falla genética que le exige vivir tras las espaldas de la supuesta genialidad, pero, en un mundo lleno de golosos y mediocres oportunistas, al final, se termina agradeciendo tanta castidad.
Altzate
5/5/20 12:20
Mirar, porque el vasco de la Real Sociedad, Agirretxe deja de jugar lesionado por una entrade escalofriante, con rotura de tobillo y nunca llama, no para pedir perdon, ni tan siquiera para preguntar por el. Agirretxe tubo que dejar el futbol.
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