Empecé a estimar tempranamente a Jorge Mañach. Tenía unos 18 años. Entré en La Moderna Poesía, entonces con los precios democráticos impuestos por la Revolución, y sobre una de las mesas, un libro de artículos ensayísticos de Mañach, impreso por la Editorial Trópico en 1939: Pasado vigente. El nombre del autor suscitaba en mí la resonancia de alguna previa información periodística o literaria. Lo compré por uno o dos pesos. Había invernado largamente en los almacenes, porque sus pliegos estaban pegados con el sello de lo virginal. Viejo y nuevo a la vez, aun lo conservo. Sucesivas lecturas lo han subrayado, anotado y desencuadernado. Todavía esa prosa fluida, rítmica, conversacional, tramada con tuétano, me gusta y renueva la primera impresión: quien quiera escribir en Cuba, y conocer a Cuba, tendrá que cursar también un noviciado en los libros de Mañach.
Porque no fui su coetáneo, tal vez me suscribí al estilo de Mañach. Incluso, quizás sienta por él alguna compasión: lo observo desde la distancia, mirador cuya visión de fondo ayuda a proscribir el prejuicio. Y me he convencido que pocos como él experimentaron con tanta lucidez reflexiva y tanto acierto estilístico el nacimiento definitivo de la nación, mediante el parto de la cultura como gestión intensa de las minorías. Y pocos también como él, en su época, sufragaron, con la incomprensión, la búsqueda de las esencias nacionales.
Quizás en apariencias asumidas como esencias por cuantos lo han juzgado, Mañach — nacido en el año definitorio de 1898 y muerto en otro con la misma condición de punto de viraje, 1961- hallaría la causa eficiente de su controvertido papel en la historia literaria y política de Cuba. No fue, si pretendemos analizarlo objetivamente, un político a la usanza republicana. Esto es, según la analogía aplicada por Enrique José Varona, no comió en las ollas de un chiquero, a pesar de acogerse a alguna toldería electoral y programática y desempeñar cargos en la administración de la república. Más bien fue político en la medida en que la cultura y la historia componen asideros de la política, estación inevitable en los procesos primordiales de la sociedad.
Vemos, pues, a Mañach, inserto en una realidad personal signada por una contradicción a veces insalvable en sus manifestaciones éticas. Entre su decir y su hacer culebrean las inconsecuencias que, en esa hora de la definición nacional, se convirtieron en traición para cuantos se adscribían a la izquierda de la soga, y en paños tibios para los suscritos a la derecha. Tal vez por la hondura de su indagación en el alma cubana, intentó asumir posiciones ideológicas y políticas más racionales —no obstante su militancia en el ultra ABC-, en una mezcla de denuncia y sujeción, audacia y pusilanimidad. Ese fue, a mi modo de ver, el drama personal de Mañach. Un drama íntimo y público superdotado de aristas. Consciente de las urgencias y defensor de las ambivalencias. Teórico pugnaz de los males y práctico inhábil de las soluciones. Escritor depurado, vigoroso, plantado en la tradición hispana y, en particular, en la herencia estilística de Martí, y escribía, sin embargo, con tino de vanguardia en un país de analfabetos, en periódicos cuya prosa semejaba mayoritariamente, de acuerdo con Miguel Ángel de la Torre, la caligrafía de un cobrador de cuentas metido a periodista. Por supuesto, Mañach no quiso sustraerse de sus ínfulas de pequeño burgués con refinamientos de aristócrata. Ni renunció a la visión de la democracia occidental vivida durante sus años de estudiante en los Estados Unidos. Y aunque hacia 1933, reconoció el daño que el Norte infería a Cuba, estorbándole el desarrollo con su injerencia multilateral, no preveía otra fórmula, en lo más distante, que el orden norteamericano.
Hombre de equilibrios y evoluciones, conservador de estilo liberal, Mañach actuó posteriormente como la mayor parte de sus colegas en los años de la década del 30. De ellos afirmó que se embarrancaban en los acantilados de La Florida, en “un ademán de avestruz”. Se fue a esperar que “los americanos” resolvieran el conflicto suscitado por la revolución cuya necesidad él mismo previo en sus artículos de el Diario de la Marina, en los meses previos al derrocamiento de la tiranía del general Gerardo Machado. Debo, sin embargo, matizar este juicio. El doctor Gregorio Delgado, historiador de la salud pública cubana, amigo de Mañach, me reveló que el autor de Ensayo sobre el Quijotismo viajo a Puerto rico para impartir un curso en la Universidad de Río Piedras. Allí, en 1961, le diagnosticaron un cáncer en fase avanzada. Quiso regresar para morir en Cuba. Y aunque el entonces presidente Osvaldo Dorticós lo autorizó, aun en medio del enconamiento entre revolución y reacción, su esposa no lo trajo. Hasta incidentes tan personales conspiraron contra el crédito de Mañach.
La apreciación exacta de su salida no estorba que aceptemos que el suyo —su obra y su conducta- es un caso de valentía estimativa, de atrevimiento profético resuelto en la pusilanimidad ejecutiva y en una rigidez ideológica que le impidió comprender las remezones sociales, políticas, culturales que un día le parecieron inevitables. Y llegó hasta ahí: hasta colaborar en hacer ostensibles los males y a convocar su cura. Jamás a participar en el remedio, distinto y opuesto, como sino, a la norma con que el mal (léase dependencia política, injusticia social) podría reformarse para proseguir perpetuándose.
A contrapelo de las aprensiones, hay que despojar a Jorge Mañach de sus estigmas. No de las llagas que él mismo se causó, sino de las que sus enemigos políticos le estamparon, con clavos que pretendieron nunca oxidarse. Nunca un despojo será tan legítimo. Porque la cultura cubana, en nombre de la política, no puede seguir prescindiendo del autor de La crisis de la alta cultura. Desde mi pequeñez empecé a reivindicarlo dos o tres años después de su deceso, sin ser consciente aún de estar asumiendo una postura ética de auténtica raíz revolucionaria: aceptar y respetar a todo hombre honrado y toda obra de valores formales y conceptuales, aunque los identificara un lema contrario al mío en lo político o filosófico.
De hecho el proceso de su reivindicación literaria avanza. Martí, el Apóstol, Estampas de San Cristóbal y varios de sus principales ensayos han sido publicados en los últimos diez años en Cuba. Y en las universidades, al menos en las facultades o escuelas de comunicación social ciertos profesores lo muestran como modelo clave. El argumento parece incontestable: Estamos aún aguardando al creador de hoy, al estilista actual, que escriba sobre La Habana o sobre los cubanos y los entresijos de su conciencia, páginas iguales o mejores. ¿Quién puede oponerse? La obra carece de filiación partidista cuando, sobrada de calidad, se aleja del tiempo para estar en todos los tiempos.
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