La imagen del caballero vestido de alambrón, en 23 y J, en La Habana, se yergue airada, furibunda sobre un rocinante increíblemente encabritado. Pero cuando me le acerco echo de menos a una figura. Le falta Sancho. No sabemos dónde estaba el escudero cuando el escultor Sergio Martínez tejió los hilos cobrizos de ese Caballero Andante belicoso, tan tenso como el alma de un loco.
El Quijote, parece ley, no debe andar sin su escudero. Como al gato su cascabel, hay que insertar cerca la contrafigura que exalta la figura del alucinado Caballero. Me percato que Don Quijote brilla en la medida que se opaca y apoca su pusilánime ayudante. Tal vez esa furia descuerada, esa acometividad que le obliga a representar en 23 y J una bronca perenne, espada en mano, sea su protesta por no tener a un chasquido de su retórica de armadura y lanza al Sancho dicharachero y previsor. Lo necesita. Para ello lo convocó a esa aventura donde ambos ilustran la pareja más contradictoria y más humanamente complementaria de la historia. El escudero no solo se ocupa de los bastimentos del cuerpo y que al Caballero le importan poco cuando no es hora de comer. Sancho es también el que le advierte que los molinos son molinos cuando lo son de verdad, y que chocar con ellos implica a rodar por tierra.
Pero la ausencia de Sancho parece ser otro símbolo de la idiosincrasia nacional. No quieren los cubano que, cuando conciben la dama de sus sueños, o el ideal que justifica su vida, una voz excesivamente cauta o racional le estorbe el impulso, el ademán medio trágico y medio cómico, advirtiéndole de peligros o equívocos. Un rasgo del espíritu de Don Quijote se multiplicó entre los cubanos. Hablo de ese afán de acometer molinos de viento, salvar doncellas en peligro, de compartirse sobre la mesa de la solidaridad… Muchos entonces –los tipos de cuello rígido, abundante tanto ayer como hoy- tachaban de locura esa actitud. Y el viejo caballero respondía: “Yo sé quién soy.”
Casi al mismo tiempo en que echó a andar sobre Rocinante por el Campo de Montiel en su primera aventura, llegó Don Quijote a América trayendo un mensaje de rebeldía entre sus aparentemente inofensivos episodios. Meses o semanas después de que en España empezara a circular la primera edición de la historia del generoso y demente don Alonso Quijano, en 1605, un número de ejemplares se embarcaron en el puerto de Cádiz con destino a las costas americanas. Datos dispersos y generalmente incompletos impiden determinar a quién correspondió lo que con los siglos sería el mérito histórico de haber introducido, en tierras americanas, el primer ejemplar de El Quijote. Pero si ese detalle puede mantener insatisfechos a historiadores poco ocupados, a la generalidad basta saber que El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha fue en Hispanoamérica, una especie de “best seller”. Varios pasajeros de la misma nao, y de otras, manifestaron haber leído durante el trayecto por el Atlántico –y “con gran contentamiento”- la entonces recién publicada novela de Miguel de Cervantes, recaudador de impuestos de la corte y sin más linaje que su trabajo y la inutilidad de uno de sus brazos, ganada en Lepanto al servicio del rey.
Y ese hecho compone una paradoja. La censura religiosa y política de España otorgó franquicia a la obra de Cervantes sin percatarse que no era lo que aparentaba ser ni lo que de ella decía su autor. El Quijote es –a juicio de este transeúnte- un texto en el que se expresa una nueva dimensión del hombre, capaz, según intenta demostrarlo el genial loco, de establecer la justicia en el planeta.
No sé si alguien sabe por qué puerto, en qué barco y quién trajo a Don Quijote a Cuba; ignoro si existe la fuente donde está escrito el viajero, o el importador del Ingenioso Hidalgo. No lo sabía Irving A. Leonard, el norteamericano, que acopió muchos datos sobre las peripecias del Caballero andante en su obra sobre Los libros de los conquistadores. Puedo, sin embargo, responder esta pregunta: ¿Cuándo Don Quijote llegó a mí; cuándo entró en mí? Pasó antes de mis veinte años por el puerto ávido de mis ojos, de mi tiempo juvenil echado sobre la hierba a orillas del Almendares ya maloliente. Leer el Quijote fue tarea lenta, constante… Aplazada hoy, recomenzada la semana entrante… Ya lo decía Enrique Labrador Ruiz en un libro muy tierno, pero ya perdido: El pan de los muertos, en el que escribía sobre amigos fallecidos, de Cuba y de América. Y decía que a los escritores cubanos de su época y antes -a mediados de los 1950- les resultaba casi una faena inacabable o desechable escribir novelas. Cuentos, sí; poesía, más aún. Pero novelas… Y leerlas, en particular cuando son largas, es como, tal decía la irónica, erguida y culta prosa de Labrador, ir al país del nunca por el camino del ya voy.
¿Acompañé a Don Quijote hasta su deceso? No recuerdo. Tal vez, no hizo falta. El Quijote es un personaje muy próximo, sin que necesariamente lo hayamos acompañado hasta la última hoja de su vida. Bastan las páginas de su primera parte, para trastornar al lector joven. Consolémonos con una página de Somerset Maughan. Creo recordar que el autor de Servidumbre humana dijo, al contarla en su selección de diez novelas ejemplares, que la historia del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha era tan larga, porque en el siglo XVII imprimir implicaba un alto costo, y por supuesto los impresores precisaban el volumen justificador del acto reproductivo… Ello tal vez, nos releve de proseguir la peripecia en la lectura. Con lo sabido bastará. Y como sucedáneos menos abultados nos socorren las exégesis de Unamuno, Azorín, Madariaga, del cubano Justo de Lara. Empleando cierta economía de lector, parece que ganamos por partida doble en menos tiempo: seguir ahondando en los valores del Caballero loco mediante segundas manos y conocer de primera a los émulos e intérpretes de Cervantes, el escritor que nos enseño a escribir, según la verdad dicha por María Teresa León…. Ahora bien, Umberto Eco dice que “Hoy en día existen dos tipos de libros: aquellos que se leen y aquellos que se consultan”. ¿Y por tanto será el Quijote de un tercer tipo de libros: esos que no se leen y se dicen leído mediante un proceso de ósmosis entre la realidad y el deseo?
Ante el Caballero de 23 y J, puro alambrón tenso, áspero, detenido sobre un Rocinante a punto de emprender un salto con sus manos apoyadas en el aire de la cólera eléctrica de su jinete, pregunto nuevamente dónde está Sancho. ¿Habría cruzado la avenida 23, para pedir –él, tan pendiente del yantar- una ración de pescado en el restaurante Los siete mares, y por eso, en el momento de erguirse la estatua de su amo, perdió su puesto en la estampa como jinete sobre un borrico? Posiblemente haya ido a Puerto Padre a averiguar qué pudibundez pueblerina le mutiló al Quijote de los Molinos la desmesurada y erecta espada que desde su pelvis de metal aterrorizaba a la población femenina de aquella marina ciudad. O quizás el escultor Sergio Martínez murió sin decir los móviles de su decisión de alejar al escudero de 23 y J. O configuró al Caballero cuando el campesino sometido a la servidumbre de las reglas de la caballería se hallaba en la ínsula Barataria gobernando según las normas quijotescas el destino de aquellos isleños. Y si se hallaba, pues, tan lejos de su amo, no veo el modo de haberlo puesto en este parque. Pero ya, al final de mi búsqueda, he visto donde está el escudero que le falta al descarnado Quijote. En un sitio público, bajando por la calle de Obispo, en un parque próximo a la Plaza de Armas vive en igual soledad inexplicable un Sancho Panza de alambre. Y tendremos que convencer al Historiador de la Ciudad, para que lo pongan junto a ese Quijote que, en 23 y J, parece gritar peligrosamente: Aquí, en esta esquina, no hay más guapo que yo. Y Sancho, muy próximo, le podrá avisar en su sabiduría refranesca: tenga cuidado, uno nunca llega a saber. No siempre los gigantes son molinos de viento.
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