Tuve que regresar de acompañante a un hospital. Tan solo una noche, pero suficiente para motivarme a escribir en mi blog.
Las medidas tomadas por el Ministerio de Salud Pública para controlar las visitas a los centros hospitalarios son acertadas. Solo hay que estar en el papel del enfermo para saber lo que se agradece la tranquilidad en esas circunstancias.
Un férreo control de acceso a los hospitales ha hecho más placentera la estancia en ellos, sobre todo para los que no tienen otro remedio que estar allí, es decir, los hospitalizados.
Pero el tema de hoy no son los enfermos, son los acompañantes.
Se reduce el número a una sola persona por enfermo, pero hay algunos que son capaces de hacer más ruido que si fueran un tumulto.
El que acompaña a un enfermo se supone que está allí para apoyar a ese ser en todo lo que necesite. Sin embargo, he sido testigo la actitud de algunos disfrutando aquello como si fuera un campismo.
Llevan su equipo para escuchar música, otros hacen un picnic encima de la cama de su familiar o amigo, fuman, intercambian comidas con los acompañantes o dialogan sobre la telenovela.
Poner la cara de tranca, no permitir diálogo alguno, parecer “pesao” ha sido lo que me ha salvado de caer en el relajito hospitalario.
Esta última experiencia, acompañando a mi hijo que no podía ingerir alimentos, llevó el matiz de que la niña que estaba a su lado comía todo tipo de golosinas delante de él, sin que su mami notara en ello algo anormal.
Para variar, y a pesar “del férreo control”, a una hora determinada comenzaron a entrar comerciantes pregonando una amplia variedad de ofertas gastronómicas.
Solo padres y madres sabrán lo que hay que agenciarse para convencer a una criatura en esta situación de que lo que venden esos personajes “tiene microbio” o que “no se lavan las manos”.
La salud, que en nuestro país es gratis, pero cuesta, garantiza todo tipo de atención que al menos yo siempre estaré en deuda con el personal que con esmero atiende a la población. Es un lujo que no siempre sabemos valorar.
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