Parece tocar cajón el niño cuando se sienta en el quicio de la terminal y coloca entre sus piernas la calculadora. Parece tocar cajón, sí, con sus tres o cuatro años, dándole armónicos toques, pac-pag, al dorso plástico del aparato negro.
Rumba arrabalera le sale de la estampa y quizás ni se da cuenta, quizás ni se entera de lo que representa eso, de lo que representa él, cuando se deja poseer por algo que lo lleva a sentarse de esa forma tan particular y a poner exactamente así el calculador destartalado y a mover los brazos, justamente, con esa curvatura.
De pronto se cansa o pasa algo, algo que el resto, desde la altura estratosférica y paquidérmica de la adultez, no entiende. Pasa algo... y el niño tira su cajón (calculadora a la vista de todos) contra el suelo.
Una mujer desconocida de veinte años se le acerca a gachas y le devuelve la calculadora, pensando, ilusa, que realmente es eso. La mujer le habla tierno, como le hablan los adultos tiernos a los niños, como probablemente los niños no soportan que les hablen, sabrá Dios.
La mujer de voz tierna, a gachas, le dice que no, que no se tira porque se rompe y le señala las teclas y le pregunta si conoce los números y qué número es el de esta tecla y "¡A ver! ¿Qué edad tú tieneee? ¿Tú no sabe qué'dá tú tieneee?".
En fin... amoroso soliloquio lleno de cifras que el niño de tres o cuatro años no domina. El niño de tres o cuatro años, al menos este, se comunica, se mueve y siente en otro registro y, por ahora, en su inmenso mundo de tres palmos, esos números nada pintan.
"No sé de qué me habla, señorita, yo solo perdí mi cajón, que salió volando de mis manos en un arranque de música", quizás piensa este niño o quizás no, y eso nunca lo sabremos, porque si algo tiene el ser humano desde que nace es que jamás se sabe a ciencia cierta lo que piensa, ni siquiera cuando dice que lo dice.
Niño tamborilero (Mario ErnestoAlmeida/ Cubahora)
El hecho irrebatible, el que recogerá este niño en su lista de actos colosales que detienen el universo, es que a las 12 y pico meridiano del viernes 9 de diciembre de 2022, un desconocido parece, de pronto, entender todo y comienza a tocar tambor sobre el terso cuero de chivo que simula una maleta. El tipo está ahí, a solo dos metros de distancia. Toca tambor en su maleta y lo mira, como quien conversa en un lenguaje otro, en medio de una suerte de disglosia.
El niño aprieta fuerte entre los dedos su "cajón" y levanta el rostro de a poco, levanta el rostro con una sonrisa mongólica y tremenda y maravillosa de niño y se queda mirando con toda la sorpresa y la alegría que le cabe a un rostro malditamente virgen, como quien dice: "¡Contrááááá...! Ese grandullón me ha descubierto. Al fin alguien conversa conmigo".
Esa conversación, así de simple y rara, es la cultura.
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