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viernes, 22 de noviembre de 2024

Paradoja de la Cabaña

Todos tenemos un lugar a donde «viajar» mentalmente para sentirnos seguros…

Mileyda Menéndez Dávila
en Exclusivo 07/11/2023
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Intimidades La Cabaña
Luego se ve a lo lejos el bohío y una manita blanca que me dice adiós (Jorge Sánchez Armas / Cubahora)

Todos tenemos un lugar ideal, un sitio mágico al que escapamos para ser mentalmente felices o estar en paz, especialmente a solas; para rumiar tristezas o atravesar periódicas frustraciones.

En algunos casos ese punto de fuga está armado de recuerdos: retazos de sensaciones que te marcaron en algún punto real de este planeta. Otros son pura entelequia: el fruto de una idea creativa, un paisaje visto en alguna revista o película, tal vez atisbos de otras vidas que tus células recuerdan y se dedican a buscar.

Puede que existan varios de esos sitios en tu repertorio espiritual, cada uno con diferente función. Hay nidos para disfrutar una fantasía erótica con alguien que no es tu pareja (o ya no). Salones para compartir una comida familiar con quienes ya no están en este plano cuántico. Casas-espejo para la autorreflexión, llenas de tus mayores trofeos y tus peores vergüenzas existenciales. Parques salvajes para liberar energía y no romperle la cabeza a quien parece pedirlo a gritos…

Pero hoy no pienso en ninguno de esos espacios. Hoy quiero hablar de tu lugar de paz. O del mío, ciertamente, porque al tuyo sólo tú puedes acceder, incluso en medio de un p11 a las cinco de la tarde de un agosto cualquiera, algo muy recomendable. (El viaje mental, claro, no el p11).

Mi remanso idealizado es real. O lo era, en mi etapa de universidad. Luego sus dueños se mudaron para “la civilización”, y dejaron morir aquel bohío de guano y tablas pintaditas con cal. Mi paraíso en medio de la nada, sin electricidad ni acueducto ni cuarto de baño, solito en medio de dos potreros, a un costado de la autopista nacional, cerca del primer Conejito.  

En la casa natal de mi amiga Xiomara, mi compañera de estudios, mi hermana luego por parte del cariño, comí las frutas más dulces e increíbles, dormí las más apacibles lunas bajo un pulcro mosquitero, tomé leche acabada de ordeñar, encontré nidos de sinsontes y colibríes, jugué con gallinas, estudié a la luz de un farol chino y, sobre todas las cosas, me enamoré de su papá: un auténtico guajiro risueño que se bebía los vientos y desafiaba avisperos por ganarse la admiración de su “hija” habanera.  

Siempre que necesito aligerar el fardo y abrazar la incertidumbre del camino, me escapo hacia un recuerdo delicioso: La Bichito y yo en una esquina de la gran mesa rústica estudiando Hidráulica, la madre, Carmita, batiendo nata a pocos metros en su silencio habitual, y el siempre curioso Paulo preguntando más que la hija por los tipos de nubes o el ciclo de la lluvia, con los ojos llenos de orgullo por sus dos ingenieras en ciernes.

En su humildad, la familia decía que mi fascinación por su hogar era falta de mundo, pero puedo asegurarles que no es así. Aún después de caminar en la nieve de Europa, de subir al Turquino y tomarme una piña colada en un resort de Cayo Santamaría, mi estación para SER, para dejar atrás agravios, bamboyas o razonamientos fríos, es aquella casita en la campiña, a donde llegaba por un atajo de cercas de alambre mientras cantaba feliz: “Valle plateado de luna, sendero de mis amooooores…”.

Hace unos días, en el grupo del wasa de Senti2 compartieron un meme con una retorcida paradoja: ¿A quién te llevarías para estar 96 horas en una cabaña aislada? Y mi elección automática fue no llevarme a nadie. ¿Estar fuera de cobertura social y familiar por cuatro días? ¡Waooo! ¡Díganme cuándo y dónde!

Pero esa solitaria opción no venía en el meme: lo retorcido del chiste era elegir entre alguien a quien amo sin reciprocidad, o viceversa, alguien que me adore y no me mueva el piso para nada.

¿Se acuerdan de aquella frase en Matemática de “este problema no tiene solución en el orden de los números naturales”? pues ahí tienen mi segunda respuesta. Si el sentimiento no es mutuo, aunque sea en grado medio, esas 96 horas se convertirían en 345 600 segundos insufribles, la peor burla que puede hacerte el karma.

Y no lo digo por orgullo, sino por convicción: más joven me arriesgué a conformarme con migajas de consuelo, nanosonrisas y afectos por rebote, y en esas circunstancias mi devoción (que creía capaz de cobijarnos a ambos) se debilitó totalmente, hasta dejarme en la más desnuda humillación, a veces de forma pública.

También probé al revés: gente que dijo amarme sin importar mi indiferencia, personas que parecían las correctas, o que esperaron por años una oportunidad, atajos para lograr cosas importantes en el plano profesional o personal… pero todas y cada una resultaron un chasco, por diversas razones sentimentales o prácticas.

La peor de todas, porque me hicieron sentir todo el tiempo en deuda. Como no podía amarlos, “debía” sacrificarme y complacerles de otros modos para tranquilizar sus miedos, demostrar con creces mi fidelidad, sumergirme en sus carencias o exagerar sus virtudes para paliar cierta falta de autoestima…

Definitivamente, no llevaría a nadie en esas condiciones a un lugar de encanto, porque así fuera el Olimpo griego, el Valhalla vikingo o el Swarga hindú, mi espíritu escaparía volando a su bohío del kilómetro 84, y mi cuerpo quedaría cautivo y amargado en el aquel otro hipotético viaje al paraíso de las paradojas.  


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Mileyda Menéndez Dávila

Fiel defensora del sexo con sentido...


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