Alguien habla en el grupo de esos seres que quiso amar y no pudo. De esos que llegas a necesitar de un modo único, ausente de eros, pero cargado de fascinación.
Tú le quieres y anhelas corresponderle, pero tan grande como tu devoción es el rechazo corporal a su cercanía. Tu lado racional y tu lado romántico te impulsan a escuchar sus requiebros, pero tus músculos se paralizan cuando respira a menos de un metro de tu piel.
A veces entra en el bosque un silbido veloz
que recorre fugaz la penumbra y la luz,
y los árboles fríos del bosque… soy yo.
Un día te lanzas al vacío. Despiertas con frío suficiente para dejarte rebozar en la pasión ajena, y como hojas sin destino en el otoño te resignas al amparo de su proximidad.
Contra tu propio instinto, te fuerzas a creer en su promesa de “amar por los dos”, con la esperanza de contagiarte de esa gratitud que desborda cuando te tiene cerca.
Piensas en todos los matrimonios arreglados de la historia; en tantas parejas capaces de capear el temporal con tal de seguir juntos, y ante el peso de la soledad acumulada en tu calendario te preguntas ¿por qué no?
Todas las copas se postran a fin de existir.
De no hacerlo, deshechas habrían de morir,
y ese viento que trae la muerte, eres tú.
Amores platónicos, escribe alguien en el chat. Yo creo que el asunto es más grave porque del otro lado sí hay deseo, atracción, disposición… pero del tuyo nada nace y nada crece a nivel sensorial. Son muy grandes las ganas de correr, pero sucumbes y confías, ¡a saber en qué grado de cobarde locura!
Ilusión y rechazo se solapan con la inevitable fuerza de la tercera ley de Newton, y aunque pretendas apostar en tu contra y te cuides para no hacerle sentir tu desagrado (ilógico, inmerecido, pero auténtico), llega el instante en que el agobio puede más, y terminas hiriendo a quien no tiene culpa de amarte a costa de su propia dignidad.
Eres la llama que abraza la flor
y la violencia del fiero huracán,
la sombra oscura que sigue mi amor…
Si sobrevives al primer encuentro realmente cercano, si logras anestesiar tu censura fisiológica ante la buena compañía en un ambiente de cómoda pasividad, terminas cayendo en la engañosa inercia de quien solo se deja querer y desaprende el misterio del estremecimiento intuitivo.
Basta con ahogar la repulsión un par de días, dices. Puede tomarte un mes, o un año… hasta que te acostumbres a procesar sus caricias o ya no importe el sexo para ninguno de los dos. ¡Hay tantas otras cosas en las que pueden ser felices juntos!
Mientras tanto, cuando se acerca en plan lujurioso cierras los ojos y trasladas tu mente a otro lugar. Pones música para ahogar sus jadeos. Enciendes incienso para acallar tu olfato. Tu piel se vuelve hule bajo el apremio de sus manos… Son solo unos minutos, dices, y a modo de consuelo piensas en lo que harán después, a costa de ignorar tu propia sed deseante.
Lo triste es cuando crees, en serio, que nadie notará tu esfuerzo. O cuando esperas un eterno perdón por todos tus desplantes, como si fuera suya la tarea de compensar con creces tu sacrificio corporal.
¿Por qué? ¿Por qué tú sigues, di,
matando este amor que hoy dejas?
Un día, ya no pueden más. Quizá uno de los dos conoce a alguien que le mueve el piso, o simplemente abren los ojos y se aceptan como son: dos amigos atados a la misma cobardía de matar el amor por miedo a no vivirlo.
Una canción de Silvio, una película de Subiela, una frase de Coelho, un chat de gente que es feliz (emparejada o a solas) te sacuden del alma la desidia y retornas al camino (ojalá a tiempo) de quienes no negocian carnalidad sin placer.
Con suerte, ese viento que trae la muerte dejas de ser tú. Restauras tu cordura, tomas la iniciativa de recrear la primavera, pones a salvo lo que salió de bueno de ese tiempo y se permiten, cada uno a su aire, remontar la cuesta del erotismo auténtico, recíproco, palpitante…
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