Queridas comadres, estimados compadres:
De entrada debo aclarar —para que nadie después alegue ignorancia en cuanto a lo que se le venía encima— que esta croniquilla no va a convocarles la sonrisa, y mucho menos la carcajada.
No. Este infeliz emborronacuartillas les advierte que las líneas siguientes transitan por el territorio de lo tétrico, recorren el paraje del horror.
Los hechos ocurrieron en el ingenio azucarero San Hipólito, a dos leguas de Guanabacoa y en la primera mitad del siglo XVIII, bajo el mandato del capitán general Juan Francisco Güemes y Horcasitas, primer conde de Revillagigedo, tan corrupto que de aquí salió a ocupar el virreinato de Nueva España (México), destino que había comprado.
Pero vayamos a la historia del esclavo que tuvo siete vidas.
Nadie supo a ciencia cierta qué pasó por la cabeza de Miguel ese día. Lo único evidente fue que tomó una vara larga, le amarró una tea en la punta y, así provisto, le dio candela a la casa de vivienda de sus amos y a un cañaveral que prometía ochocientos panes de azúcar para la zafra venidera.
Quizás la ira del infeliz se desató con el recuerdo de su familia, definitivamente lejana desde que lo trajeron de su natal Martinica.
Al llegar a San Cristóbal de La Habana fue revendido por su antiguo amo, quien juró que Miguel era “sano de cuerpo, y no es endemoniado, ni tiene gota coral, ni es mal encubierto”.
Acto seguido el nuevo amo, el contador Don Juan de la Berrera, lo tomó por la oreja, en señal de posesión.
Y pararía en el guanabacoense ingenio San Hipólito, donde sucedieron los descritos hechos, en octubre de 1736.
Pronto el pregonero andaría gritando: “¡Esta es la justicia que manda a hacer El Rey, Nuestro Señor, y quien tal hace tal pague!”.
Poco antes el alcalde mayor había fallado, textualmente, “pena de muerte, la cual se le dé atado a un palo, por medio de arma de fuego, por no haber verdugo que de otra suerte le pueda ejecutar, y que sea en el paraje del delito, dándosele hasta que muera naturalmente”. A no dudar, el alcalde Antonio Barreto tenía una personalísima concepción de lo que es una muerte natural.
El carácter monstruoso de las penas en la etapa colonial es de sobra conocido. Basta revisar las actas del cabildo para comprobar que por “quítame estas pajas” a cualquiera le clavaban una mano o le desjarretaban un pie. Pero la sevicia mostrada en el caso del negro incendiario merece capítulo aparte.
Amarrado a un palo, le dispararon cuatro veces en la sien, con dos balas en cada ocasión. Y el fornido moreno, tras ocho tiros, permanecía vivo.
Entonces, Miguel clamó misericordia ante un religioso franciscano, fray Pedro Martín, del convento de la villa, aduciendo que la Santísima Virgen del Rosario se le había aparecido, para perdonarle la vida.
Logró tal petición. El maestro cirujano solo logró extraerle dos balas, una abollada y otra completamente partida.
Y comenzó a rodar la conseja de que el esclavo tenía siete vidas. Las autoridades, gentes ignorantes y supersticiosas, ordenaron —según consta en el acta— “registrarle todo su cuerpo y su bohío a fin de ver si se le pueden encontrar algunos trastos de que se malicie tener dicho negro algún pacto maligno o hechicería”.
Existen —quién lo duda— naturalezas privilegiadas, anatomías a prueba de casi todo. Pero dondequiera existe un límite, y ocho balas… son demasiados plomos.
De manera que, once días después de la fallida ejecución, quedaron asentadas estas palabras en el Libro de Entierros de Negros:
“En la Iglesia Parroquial de Nuestra Señora de la Asunción de Guanabacoa, en 14 de noviembre de 1736: Miguel, criollo de Martinica, esclavo del contador Don Juan de la Barrera, falleció…”.(1)
Nota
(1) Álvaro de la Iglesia: Tradiciones Cubanas, Ediciones Huracán, 1969.
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