Dice un viejo refrán que “pueblo chiquito, infierno grande”. Y parece que esta máxima es otro acierto de la sabiduría popular.
En una aldehuela, donde nunca suceda nada, no hay más socorrida ocupación que andar metiendo las narices en ajenas existencias.
Sí, la murmuración puede llegar a constituir todo un deporte pueblerino:
—¿Qué cocinaron hoy en casa de Fulano? Porque esa gente tiene un aspecto de mal comí`os…
—Viste el vestido que llevó el domingo al parque Zutanita? ¡La verdad es que le queda mata`o!
—Sabes, a la casa de la viudita está entrando un hombre a las tres de la madrugada. ¡Jesús, que no se respeta ya ni a los difuntos!
—Dicen que la que vive en casa del cura es su prima. Como si uno fuera bobo…
Y así sucesivamente, ad infinitum.
Porque, según parece, hay gente que, a falta de más edificante labor, transforma la lengua en un látigo con el cual arrancarle las tiras del pellejo al prójimo. En lugar de plantar un árbol, aprender idiomas, estudiar álgebra o hacerle un favor al vecino, el murmurador agita el estandarte ponzoñoso de su chismografía.
Sobre tan repudiable especie versará la croniquilla de hoy. Para hilvanarla, hemos de trasladar nuestras coordenadas de la imaginación hasta Cienfuegos, la esplendorosa perla meridional, cuando transcurrían sus instantes inaugurales.
NACE LA PERLA
Aún era joven el siglo XIX —1819— cuando un grupo de inmigrantes franceses, procedentes de Burdeos y de la Luisiana, fundan una población junto a la más hermosa bahía de Cuba, esa que los aborígenes llamaban Jagua.
El primer nombre del asentamiento es Colonia Fernandina. (No hay que aclararlo: constituye otro episodio de guataquería o chicharronería, que de ambos modos denominamos los cubanos a la adulación. Porque —mire usted qué casualidad— en aquellos momentos en España reina Fernando VII, el que tenía cara de caballo y corazón de hiena, quizás el más funesto de los monarcas ibéricos).
No obstante, después el propio Fernando desde Aranjuez dictamina —el 20 de mayo de 1829— que se conceda a la población el título de villa, con el nombre de Cienfuegos. El rey declara textualmente que lo hace
Para perpetuar en la misma colonia el digno apellido del Capitán General que fue Don José Cienfuegos, ya difunto, autor y protector de tan útil establecimiento.
Dígase aquí, en confianza, que el naciente Cienfuegos no era la idílica villa que el regio documento podría hacer imaginar. Aquello, más tarde próspera ciudad, entonces no pasaba de un puñado de casuchas.
Agréguese que el jefe del asentamiento, el teniente coronel bordelés Luis Lorenzo de Clouet Piette (Burdeos, 1766-Madrid, 1848), era todo un señor de horca y cuchillo. Mantenía sobre los vecinos una férrea vigilancia, que llegaba hasta los pensamientos de quienes allí habitaban. No es casual que en 1821 fuera víctima de un atentado, que no resultó mortal.
Cierta vez un grupo de notables se acercó a De Clouet para proponerle la fundación de una institución de cultura y recreo, a lo cual el sátrapa respondió que mientras él viviese no permitiría lugares donde se propiciasen el relajo y la vagancia.
Ah, pero quizás el peor de los males que aquejaban a la incipiente población era que, como suele suceder en toda aldehuela, los murmuradores abundaban más que la yerba mala.
LLEGA LA PROTAGONISTA DE ESTA HISTORIA
Es de imaginar el revuelo que se formó en el pobladito cuando apareció por allí una cara nueva. Y, qué cara, Dios mío.
Se trataba de una vieja desdentada, de faz terrosa y nariz ganchuda. Como es lógico, de ahí a asegurar que se trataba de una bruja enviada por el mismísimo Enemigo Malo, no había más que un paso.
Ña Belén —así se llamaba la recién llegada—, sin hacer mucho ni poco caso de las habladurías, se estableció en la finca de Las Calabazas, y por eso adquirió el nombre de La Vieja de Las Calabazas.
La gente sensata —que siempre la hay, por fortuna— no se cansaba de repetir que no había nada de maléfico alrededor de la anciana, quien era una infeliz que había llegado del poblado Yaguaramas, acompañada de una res, su única posesión terrenal.
La pretensa bruja se ganaba la vida honradamente, ejerciendo el oficio de lavandera. Pero, además, poseía conocimientos de medicina vegetal —verde, diríamos hoy—, con lo que se aseguró la animadversión de los doctores Mongenié y Vallejo, y del boticario Lanier, quienes vieron en la anciana una competidora que haría peligrar la estabilidad de su clientela.
Como se comprenderá, para emprender una ofensiva contra la lavandera-herbolaria sólo faltaba un pretexto. Y éste no tardó en surgir.
Sucedió que tomaron incremento las fiebres tercianas y otras calenturas, que comenzaban con manifestaciones de frío.
De inmediato, algún murmurador insinuó que aquello era el resultado de las malas artes de Ña Belén. Otro dijo que La Vieja de las Calabazas era envenenadora, mientras que un tercero aseguró que provocaba ataques de alferecía en los niños.
Así, el alud de la maledicencia fue creciendo, y al final resultó que Ña Belén preparaba un unto diabólico con grasa de recién nacidos, gracias al cual se elevaba en el aire cabalgando en la proverbial escoba.
A no dudar, ya hasta la misma integridad física de la anciana estaba en peligro. Y Don Luis de Clouet puede haber sido todo lo déspota que se quiera, pero no tenía ni un pelo de tonto o de desinformado. Por eso, el jefe de la colonia cienfueguera se presentó ante Ña Belén y, quizás con buenas palabras, quizás con alguna pequeña dádiva, la convenció de que debía abandonar aquellos parajes en bien de la tranquilidad pública y de su propia salud.
¿Terminó aquello con el chismorreteo? No, ni mucho menos. Los lengüilargos, tras la desaparición de La Vieja de las Calabazas, no le dieron descanso a la sinhueso. Y hubo quien aseguró haber visto a Ña Belén reventar como un cohete, pues al emprender vuelo en la escoba tras robar un niño, la madre la había conjurado con los sacratísimos nombres de Jesús, María y José.
Se cuenta que por aquellos días una chismosa le preguntó a De Clouet por el paradero de Ña Belén. El interpelado, con su típico acento francés, le dio la siguiente respuesta:
—Señora, La Vieja de las Calabazas se fue, notificándome que está dispuesta a volver para apoderarse de los niños cuyas madres no los vigilan ni cuidan como es debido. Pero yo, señora, no permitiré que regrese, porque antes voy a castigar ejemplarmente a las madres que por andar chismoseando incumplen con sus deberes.
Y así aquel señor de horca y cuchillo dio una lección magistral de sensatez, tino, sentido común y repudio a la chismografía.
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