Hoy regresamos a los siempre risueños parajes del habla popular cubana.
Dígase que, entre nosotros, es abundantísima la jerga gastronómica. De entrada, a la comida se le designa de muy numerosas maneras, incluyendo voces de ascendencia africana, como iriampo o botúa. También, transitando de lo particular a lo general, a los alimentos —sean los que fuesen— los nombramos los frijoles o la papa.
Decimos que come caliente quien lo hace de modo adecuado, sin necesidad de llegar a ser lo que despectivamente denominamos como un comencubo, que es el colmo del gandío.
La primera palabra que adoptamos para nuestra jerga de la cocina, fue casabe, el pan de yuca que preparaban nuestros masacrados indiecitos.
Después… bueno, después vendrían desde chatino hasta la ensiamada, desde el congrí hasta el cucurucho de Baracoa, desde la gandinga hasta la raspadura, pasando por el divino, celestial, irrepetible ajiaco que es, según el periodista y narrador Miguel de Marcos, “una de las siete maravillas del Universo”.
TODO MEZCLADO
Es bien sabido que, durante siglos, fuimos la Llave del Nuevo Mundo, el Antemural de Indias, la Margarita de los Mares, la Encrucijada de las Flotas.
Por aquí no sólo circulaban mercaderías de todo tipo, sino gentes de variopintos pelajes.
Por tanto, no ha de extrañarnos que el habla del cubano, en materia racial, sea copiosísima.
Así, por sólo citar algunos ejemplos, tenemos desde la mulata color cartucho hasta el morito, pasando por las pielcanelas, los jabaos y los capirros.
A los blancos llamamos macris, masaecocos o múcaros.
Los chinos son narras, mientras que al negro se le han dedicado despectivos múltiples, generalmente derivados de niche.
Al final, aquí el que no tiene de congo, tiene de carabalí, y todo se formó gracias a los gallegos, con razón calificados de piolos o petroleros.
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