Es bien sabido que, durante siglos, fuimos la Llave del Nuevo Mundo, el Antemural de Indias, la Margarita de los Mares, la Encrucijada de las Flotas. Éramos nada menos que el mismísimo ombligo de un imperio en el cual, según decía con orgullo el monarca, jamás se ponía el sol.
Sí, por aquí circulaban mercaderías de todo tipo. Los metales preciosos llegados de tierra azteca o del Perú. O las exquisiteces del Oriente, que había transportado el galeón de Filipinas.
Pero eso no era todo. El revoltijo de mercancías ocurría simultáneamente con la convocatoria de gentes con muy variopintos pelajes.
¿Acaso podemos olvidar que en nuestra más antigua edificación militar –La Fuerza-- los artilleros eran alemanes de ojos azules, mientras el cargo de tambor de guerra lo ocupaba un negro africano bozal?
Por tanto, no ha de extrañarnos que el habla del cubano, en materia racial, sea copiosísima.
Así, por sólo citar algunos ejemplos, tenemos desde la mulata color cartucho hasta el morito, pasando por las pielcanelas, los jabaos y los capirros.
A los blancos llamamos macris, masaecocos o múcaros.
Los chinos son narras, mientras que al negro se le han dedicado despectivos múltiples, generalmente derivados de niche.
Al final, aquí “el que no tiene de congo, tiene de carabalí”, y todo se formó gracias a los gallegos, con razón calificados de piolos o petroleros, o sea, aficionados a “la color quebrada”, en asuntos eróticos.
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