Con demasiada frecuencia, escucho cómo anuncian cierto espectáculo, o no sé qué recital, que se efectuará en el Teatro Carlos Marx.
Pues no, muy señores míos. Esa institución cultural, sencillamente, no existe. Vaya usted hasta Miramar y observe el frontispicio de la edificación. Allí, con toda la razón del mundo, un cartel nos informa que se trata del Teatro Karl Marx, no Carlos Marx.
El asunto es simple, queridos amigos: baste con decir que los nombres propios no se traducen.
Existen poquísimas excepciones, canonizadas por el uso a través del tiempo, santificadas por el paso de los siglos. Tal es el caso del llamado Gran Almirante de la Mar Océana, a quien, según el idioma, se le nombra Christophoro Colombus, o Christopher Colombus, o Cristóbal Colón.
Pero insisto en que sólo se trata de asuntos muy puntuales, realmente excepcionales.
En efecto, nadie debe venir, con la cara muy fresca, a hablarnos, por ejemplo, de Guillermo Shakespeare, pues esa cima de las letras inglesas se llamaba William. Por esa vía, en cualquier momento le dicen Guillermito.
Y sépase que no hay majadera pedantería en lo aquí declarado. Porque… díganme ustedes… ¿les gustaría que alguien nombrara a nuestros próceres como Joseph Martí o Anthony Maceo?
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