Este humilde gacetillero no descubre nada si asegura que, desde la noche de los tiempos, los hombres se han preocupado por la cocina.
En cuya nómina están incluidos los famosos. Así, el escritor irlandés George Bernard Shaw declaraba: “No hay amor más sincero que el amor a la cocina”.
Por su parte, el pintor catalán Joan Miró opinaba: “Un cocinero se convierte en artista cuando tiene cosas que decir a través de sus plato, como un pintor en un cuadro”. “Las penas con pan son menos”, afirmó ese coloso, Miguel de Cervantes.
Dicho esto, no ha de extrañarnos que las jergas populares –incluida la cubiche—incursionasen en el delicioso reino de la cocina.
Sépase que, entre nosotros, es abundantísima la jerga gastronómica.
De entrada, a la comida se le designa de muy numerosas maneras, incluyendo voces de ascendencia africana, como iriampo, o botúa. También, transitando de lo particular a lo general, a los alimentos --sean los que fuesen-- los nombramos los frijoles o la papa.
Decimos que come caliente quien lo hace de modo adecuado, sin necesidad de llegar a ser lo que despectivamente denominamos como un comencubo, que es el colmo del gandío.
La primera palabra que adoptamos para nuestra jerga de la cocina, fue casabe, el pan de yuca que preparaban nuestros masacrados indiecitos. (Por cierto, nuestro primer producto de exportación. Y el alimento de las flotas en sus viajes interminables, pues nadie ha visto que se pudra una torta de casabe).
Después… bueno, después vendrían desde el chatino hasta la ensiamada, desde el congrí hasta el cucurucho de Baracoa, desde la gandinga hasta la raspadura, pasando por el divino, celestial, irrepetible ajiaco que es, según el periodista y narrador Miguel de Marcos, “una de las siete maravillas del Universo”.
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