“Melcocha” es voz que nos llega con el sabor del castellano antiguo, y con el significado estricto de “miel cocida”.
La palabra “metralla” vino del francés, donde era equivalente a “calderilla”, o sea, conjunto de moneditas. Después, por una lógica comparación, a los pequeños trozos metálicos que resultan de la explosión de un proyectil o una bomba, se les llamó “metralla”.
Los holandeses crearon la voz “maniquí”, que inicialmente significaba “hombrecito”.
El nombre del conejo se deriva de una voz ibérica que equivalía a “madriguera”.
Si a su paladar le place el ácido zumo de la mandarina, al saborearlo ha de recordar que el nombre de tal cítrico se debe a que de ese color solían vestirse los funcionarios del imperio asiático.
PALABRAS QUE SE ENMASCARAN
Hay palabras que parecen cambiar de cara, como si se disfrazasen. Tal es el caso de muchas que heredamos del latín, pero con profundas transformaciones en su significado.
Así, en la antigua lengua del Lacio, “crimen” era “acusación”, “estímulo” significaba lo mismo que “pinchazo”, y “fama” equivalía a “rumor”.
“Fanáticos” llamaban a los servidores de los templos. El nuevo significado surgió por la desaforada exaltación con la cual se conducían quienes guardaban los templos de Belona, Cibeles y otras diosas.
“Familia”, en el Imperio Romano, era el conjunto de servidores de una persona, pues famulus nombraban entonces al esclavo.
“Estudio” equivalía a “aplicación, celo, dedicación”. Y “egregio” significaba “el que se separa del rebaño”. Ni más, ni menos.
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