Aquella tarde de 1585 Isabel tropezó nuevamente con la mirada, ávida de amor, del forastero.
Quizás él, al paso de la buena moza, susurró a sus oídos los versos entonces en boga: “Mirándoos de amores muero, / sin poderlo remediar; / no os mirando desespero / por tornaros a mirar”.
Y parece que la fortaleza sitiada se rindió, con todos sus baluartes.
Después se armó la de Dios es Cristo. Una catástrofe. (O una cagástrofe, como decía Zumbado). Porque el señor esposo de Isabel se querelló formalmente contra su media naranja, acusándola ante las autoridades de infidelidad conyugal.
Pero… donde dije digo, digo Diego. Y el hombrín reculó. Dio marcha atrás. Ahí está el documento, que no nos dejará mentir:
“En esta villa de San Cristóbal de La Habana, Yndias del Mar Océano, ante el ilustre señor alcalde ordinario compareció Cristóbal Díaz y dixo que por cuanto los días pasados se querelló criminalmente de su mujer Isabel de Ávila y de Joan Rodríguez sobre decir que su mujer le hazía adulterio con el dicho Joan, y porque agora él ha entendido lo contrario, y que su mujer es mujer honrada, y por servicio de Dios Nuestro Señor y ruego de muchas gentes aparta dicha querella y dize que agora ni en tiempo alguno en razón desta querella no les pedirá ni demandará cosa alguna, y juró por Dios Nuestro Señor y por la señal de la cruz, y dize que este perdón lo hace por propia voluntad. Y no firmó porque dixo que no sabe…”.
Encima de tarrú´, analfabeto.
Qué bonito. Dicen que, tan pronto se enteraron de la marcha atrás, Isabel y Joan se aprestaron a celebrarlo… de la manera que usted, pícaro lector, se imagina.
Y quedó demostrado, en esta acta amarillenta y apolillada, que la aguantonería no es un invento contemporáneo.
Con toda razón dice un cúmbila mío: “Que Dios nos libre de ese mal… ¡si no lo estamos ya padeciendo!”.
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