Aunque habite en un archipiélago, el cubano —mire usted qué cosa— no se considera un isleño.
No, pues tal término tiene aquí un especialísimo significado: “nacido en Canarias”.
Las que los antiguos llamaron Islas Afortunadas tendrían un papel protagónico en la génesis de la nacionalidad cubana.
Última escala en el viaje trasatlántico —sobre el Mar de las Tinieblas—, hasta aquí llegarían con el olor a taberna canaria y el aroma a la última mujer guanche con la cual habían yacido.
De Canarias nos llegarían desde la gallina hasta el limonero, pasando por la caña de azúcar, personaje de primer orden en nuestra historia. Guanches serían las primeras mujeres no indias asentadas en Cuba.
Un canario —el escribano Silvestre de Balboa, avecindado en Santa María del Puerto del Príncipe, hoy Camagüey— inauguraría las letras cubanas con su relato en verso —Espejo de paciencia—, que narra secuestro y rescate del obispo de Cuba, raptado por un pirata francés.
El tabaco fue avizorado por el europeo en el primer viaje colombino, cuando dos bragados exploradores se adentran en Cuba, y ven a los taínos echando fumaradas. Y su cultivo será, enteramente, obra de “isleños”, pues requiere de la exquisitez que solo puede brindarle el hombre libre, no el desmotivado esclavo, como probó Don Fernando Ortiz en su Contrapunteo del tabaco y el azúcar.
Cultivadores tabacaleros “isleños” protagonizarían la primera gran rebelión de raíz económica ocurrida en las Américas. Logran hasta tomar a San Cristóbal de La Habana, y con malas maneras embarcan para la Península al gobernador tirano. Pero la fuerza se impone, y al final doce canarios penden ahorcados de los árboles que jalonan el habanero camino de Jesús del Monte.
No menor iba a ser el cardinal papel canario en el otro gran rubro agrícola de Cuba. Según la tradición, fue una “isleña” —Catalina Hernández— quien en los remotos mil quinientos funda la primera fábrica de azúcar. Y un descendiente de canarios —Santa Cruz, Conde de Jaruco— introduciría la máquina de vapor en la producción del edulcorante.
El campesinado cubano es de hechura canaria, como lo delatan su laboriosidad y su tozudez —proverbiales—, y cierto espíritu de insumisión casi anarcoide.
Comarcas enteras hay en Cuba donde la abundancia de Llerenas y Tavares, Hernández y Abreus, Oramas y Guanches, transparenta quiénes fueron sus pobladores originales. Matanzas, capital de una provincia, fue fundada hace tres siglos por un puñado de canarios. Y se ha dicho que en algunas épocas los valles de Güines y Yumurí han parecido una reproducción exacta del valle de Orotava.
Pero la prueba definitiva del influjo canario vendría dada en la figura de un poeta, héroe nacional muerto en combate, quien lo mismo conspiraba exitosamente contra el poder colonial, que con sus innovaciones ponía de cabeza a la literatura hispánica, como uno de los fundadores del modernismo.
Ante él, los cubanos de los más variopintos matices políticos, nos inclinamos con unción.
Y José Martí, esa suerte de unánime culto nacional cubano, fue el hijo de una “isleña”.
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