Quizás esta croniquilla debería tener título de novela policíaca. Algo así como “El extraño caso de la bananina descompuesta”. O “El misterio de la bananina sospechosa”.
Porque dígase de entrada que los hechos aquí narrados han sido hasta ahora un secreto, guardado bajo siete llaves, y sólo del conocimiento de la familia del protagonista. Y la parentela, por razones que saltarán a la vista, no tuvo nunca interés en divulgar lo sucedido.
¿El escenario de los hechos? Pues ese trozo de nuestra geografía de ensueño que reposa al nororiente de la Isla, allá por donde están Bariay y Alto Cedro, El Fusil y Marcané, Cueto y Guerrero, Mayarí y Banes.
Y, pasmado ante este paisaje de ensoñación, he de afirmar que en estas comarcas Mamá Natura sirvió dones y bellezas “con el cucharón grande”.
He ahí a Guardalavaca, un paraíso donde la arena es más fina que el talco.
Mire usted a la bahía de Nipe, en cuya anchurosa bolsa caben cómodamente 24 bahías de La Habana.
Y el paisaje recorrido por todas las posibilidades del verde, que aún no ha encontrado el pintor que acierte a retratarlo.
Un producto ya olvidado
Hubo quienes exageraran sus virtudes, situándolo casi como una panacea universal o una ambrosía de los dioses. Pero la verdad era más modesta: la bananina constituía un buen suplemento amiláceo, lo cual, traducido al buen cristiano, significa que provee almidón en la dieta.
Y allá, por el norte oriental, en los años 40 del pasado siglo, surgió una fabriquita destinada a producir diariamente algunas arrobas de la humilde bananina.
¿Eran muy primitivos los métodos allí utilizados? ¿Acaso no se observaron las estrictas reglas que rigen la producción de alimentos? ¿Se burló la que hoy llamamos disciplina tecnológica?
Es muy difícil determinarlo, a la distancia de tantas décadas. Pero lo cierto y comprobado es que la fábrica de bananina resultó un rotundo fracaso, y no tardó en quebrar. ¿La razón? Muy sencilla: el producto se contaminó y mostraba una colección de gusanos que hubiera envidiado un biólogo para su estudio.
¡Qué clase de tipo!
El protagonista de esta muy verídica anécdota –mal llamado Angelito-- era un pillo de siete suelas, un pícaro escapado de las páginas de El Buscón.
Se le vio, diligentemente, recoger las latas desechadas en la fábrica abandonada y salir jinete en un mulo hacia los campos cercanos. Pero, cosa rara, nunca regresaba por al mismo camino a su punto de partida. (¿Cómo iba a hacerlo? ¡Pa´ su escopeta!).
La técnica consistía en llegar a un pobladito y pregonar las virtudes del producto, mientras golpeaba las tapas de los envases:
“¡Señoras y señores, ha aquí el producto capaz de curar los males del cuerpo y del alma! ¡Lo recomiendan los más afamados médicos de Suiza y de Francia! ¡Sus virtudes casi mágicas curan el escorbuto, el beriberi, la pelagra y hasta las almorranas!”.
Y, tras efectuar unas cuantas ventas, el pillo partía en su mulito como alma que lleva el diablo. Porque unos minutos después los gusanos, escondidos en el polvo de la bananina por los golpes que el vendedor propinaba a los envases, salían a la superficie.
Y, comadres y compadres, dígase aquí en confianza que estar frente a un guajiro que, machete en mano, se sabe víctima de un engaño, no ha sido nunca una situación muy envidiable.
Salvador
5/12/23 4:20
Yo tengo un hijo que se llama Angel y le digo pillo de siete suelas al bribon
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