Allá por los años 1940, el cura de Manzanillo era —digámoslo con todas sus letras—”un santo varón”.
Hasta en aquella población oriental, donde la solidaridad humana es una norma y un mandato en la buena sangre de sus habitantes, el padre cura resaltaba entre todos por su entregada vocación para la ayuda al prójimo.
Lo mismo se le podía ver, bajo un chaparrón, en camino a dar auxilio a un necesitado de Barrio de Oro, que partiendo raudo en una jaca hacia la remota aldea de Canabacoa, cuando se enteraba de que su presencia iba a ser de provecho a algún infeliz.
Alma fuerte para la cual no había peros que valiesen, le había tocado dar su atención a una comarca accidentadísima, a esa serranía donde Mamá Natura derramó los dones de la belleza “con el cucharón grande”, como dice el pueblo.
Y al buen padre se le veía, jinete en su jaquita, sin importarle la inclemencia de los elementos, recorrer el lomerío para llegar donde su palabra de aliento fuera el asidero de algún desvalido.
UNA VIDA DE RECTITUD
Sí, lo repetimos: santo varón era el cura de Manzanillo.
Ah, pero todos los mortales estamos construidos con materia falible. (Decir lo contrario nos haría caer en pecado de soberbia). Y el buen padre tenía su defecto. Quizás no fuera tanto como eso… quizás era sólo una mínima manchita en el océano de sus virtudes.
Pero lo cierto es que el cura de Manzanillo un día fue débil. Y pecó.
Por tercera vez lo decimos: aquel religioso era un santo varón. Como para no admitir que detalle alguno lo apartase del servicio a Dios y a sus prójimos, el sacerdote no se permitía ni el más inocente de los placeres.
Comía como un pajarito, sólo para restaurar fuerzas, pues detestaba a la gula como al mismísimo Satanás. Nunca se le vio entre los risueños manzanilleros que, en sus rumbatelas, solían empinar el codo, chuparle el rabo a la jutía. No fumaba. Ni siquiera consumía el café cultivado en las serranías cercanas, uno de los mejores del mundo. Está de más aclarar que era especialmente celoso en cuanto a su voto de castidad: nunca se le vio enredado en asuntos escabrosos con las hijas de Eva, ni en la casa parroquial habitó alguna “sobrina”, u otro ser que gastase faldas. De ello pueden dar testimonio los vecinos que peinan canas, o nada peinan.
Ah, pero mortales somos, y debo insistir en que el padre tenía su defectillo, que le haría caer en pecado: su genio, malísimo.
Cuando, en sus afanes por servir al prójimo, algo no le salía bien, aquello no era un hombre, sino un basilisco, echando espuma por la boca.
Diariamente se decía, reprochándose: “Muy claro lo dice la Biblia. Sí, en las Sagradas Escrituras está el mandato de que seamos mansos de corazón. Que la ira es pecaminosa. Dios mío, dame fuerzas para frenar este genio de todos los demonios, y hazme dulce, apacible y blando como una ovejilla”.
Y ese rasgo de su espíritu, aquel genio indomable, cuando llegase el día predestinado lo haría pecar, como verá quien persista en leer esta croniquilla.
ANEXO HISTÓRICO-GEOGRÁFICO
La comarca de Manzanillo se fue poblando a finales de los 1700 y principios de los 1800, y en 1805 ya existía un núcleo poblacional.
Comarca de maderas preciosas, los primitivos habitantes tuvieron que combatir contra los contrabandistas que venían a robar cedros y caobas.
Pero quizás el principal quebradero de cabeza de los vecinos no fuesen los indeseables merodeadores, sino la topografía de su comarca. Cualquiera que observe la ciudad notará que se asienta sobre un declive que termina en el mar, y que tiene por punto más elevado la zona del viejo cuartel.
Durante las lluvias, que allí son frecuentes por la cercanía serrana, sobre aquella pendiente se desliza una avalancha de agua, que suele dañar al pavimento.
Y en eso, precisamente en eso, radicó el origen de la falta cometida por el párroco manzanillero.
DE CÓMO PECÓ EL SEÑOR CURA
Un día de lluvia transitaba el buen párroco de Manzanillo por las calles de la ciudad, para brindar ayuda a alguno de los necesitados de su grey.
Pasó un carruaje veloz, que al transitar sobre un charco bañó al sacerdote con agua enfangada.
El cura, refrenando sus malas pulgas, gritó al que conducía el vehículo:
-¡Hijo, que cuando mueras alcances la gloria!
Pero, viendo su sotana hecha un asco, no pudo refrenarse, y agregó a grito pelado:
¡Sí, hijo, que cuando mueras alcances la gloria! ¡Y que sea pronto!
Jangel M. Leon
2/12/12 10:12
Excelente crónica que nos recuerda que no somos entidades perfectas. Magnífica redacción, ejemplo de un estilo narrativo que creía perdido en el periodismo. Felicitaciones al autor.
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