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sábado, 23 de noviembre de 2024

Cuba y los vascos

Ha sido, sin dudas, un viaje de delirio...

Argelio Roberto Santiesteban Pupo
en Exclusivo 05/03/2016
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Al pasar por ése que bautizan como Puerto Grande —Guantánamo—ven estupefactos cómo los aborígenes mantienen atados, como si fuesen gallinas, a unos animales de monstruoso aspecto prehistórico. Y aquellos hombres, quienes están saliendo del Medioevo, se aterrorizan con las iguanas.

Un día, esos seres supersticiosos enloquecen de pavor, cuando el mar se torna blanco como la leche. (¿Plancton? ¿Turbulencia en un fondo marino calizo?).

También, durante aquel recorrido de pesadilla por el sureño litoral cubano, tras llegar a la que se llamará Isla de Pinos —que nombran Evangelista—, abundan las alucinaciones, desde la aparición de un fantasmal sacerdote hasta espeluznantes huellas en la arena, de leones imaginados.

Y, para mayor divorcio con la realidad, al final de su segundo viaje Chistophoro Colombus, bajo amenaza de mutilación, obliga a los pocos tripulantes que pueden escribir su firma a rubricar un documento donde se certifica como tierra firme la comarca explorada.

Un solo expedicionario no ha perdido la cabeza. Él calla, sonríe y espera. Es el habilísimo piloto Lakosa, castellanizado como “Juan de la Cosa”. Cauto, aguardará hasta la muerte del Gran Almirante para contradecirlo. En su celebérrimo mapa, el cartógrafo vasco va a ser quien primero muestre nuestro verdadero perfil, a Cuba como una Isla.

No fue ésa la primera implicación —ni sería la última—, con Cuba,  de los nacidos en el territorio vasco.

Extremeños y castellanos engrosaron la oleada de los conquistadores. Después, darían el gran salto, sobre el charco atlántico, gallegos, canarios, catalanes. Estuvieron siempre en minoría los que, a su arribo, declaran ante los aduaneros apellidos con partículas como mendigorriverría.

Ah, pero si no tuvieron una relevante representación cuantitativa, sí desplegaron innegable protagonismo en esta Antilla Mayor.

Cuando —en 1762—  la capital cubana resiste fieramente el ataque de “la pérfida Albión”, entre quienes combaten a los casaquirrojos de George III se hallan dos vecinos principales. Estarán entre nuestros protohistoriadores, y sus apellidos —Arrate y Urrutia—  transparentan su ascendencia vasca.

Entre tanto sesohueco y corrupto que envió la mal llamada Madre Patria a mandar en Cuba, un caso evidentemente excepcional fue Luis de las Casas, nacido en la aldea Sopuerta, del País Vasco, gobernador desde 1790.  Actuó como el representante en Cuba del Despotismo Ilustrado.  Sí, fue dueño de ingenios —alguno regalado por la sacarocracia cubana—  y amo esclavista, pero fundó desde la primera biblioteca pública hasta la Sociedad de Amigos del País, pasando por el Papel Periódico de La Havana. Además, dio fin a la edificación de esa joyaza del barroco cubano: el Palacio de los Capitanes Generales.

Natural de Álava —es decir, también vasco—  sería el obispo de más grata recordación en la Cuba colonial, entre tantos desastres que nos mandaron, si exceptuamos otros contados casos, como Pedro Agustín Morell de Santa Cruz.

Cuando Don José Díaz de Espada y Landa arriba a San Cristóbal de La Habana, las iglesias son antros de putrefacción, pues en ellas se sepulta. Los vecinos pudientes compran sus tumbas por anticipado, y tienen derecho de escuchar misa sentados sobre la losa que va a ser su morada definitiva.

El prelado vasco elimina la antihigiénica costumbre. Tras lucha sin cuento contra una feligresía y un clero ignorantes  —que lo acusan de profanador, de jansenista, de masón, de hereje—, inaugura en 1806 el primer camposanto habanero. Aquel obispo progresista sería, además impulsor de la enseñanza científica, adalid de la vacunación y un entusiasta del estilo neoclásico, que tantas huellas iba a dejar en la arquitectura habanera.

Si Bolívar fue hechura del preceptor —su tocayo, Rodríguez—, el Héroe Nacional cubano, José Martí, tuvo su maestro en Rafael María Mendive, fino poeta y educador en cuya sangre corrían glóbulos vascos.

Y se pregunta uno por qué —a pesar de tantas figuras incontestables—  ha existido un silencio que reduce el realce de la presencia vasca en Cuba. Sorprende que en los seis tomos de Los vascos en América, con autoría de Segundo Izpuzua, no se dedique ni uno solo de sus 76 capítulos a esa influencia en la Perla de las Antillas. “Averigüe Vargas” —como se pronuncia el dicho—  el por qué de tal omisión.

La brillante historiadora norteamericana Alice Gould —por cierto, también espía—  identificó a 87 de los tripulantes en el primer viaje colombino, entre otras cosas, para probar que los vascos figuraron hasta en las inaugurales páginas de nuestra historia.

Sí: cuando, desde tres enclenques navecillas, el europeo avista a Cuba en la risueña playa de Bariay, son testigos del hecho tremendo, al menos cuatro expedicionarios vascos: un contramaestre, un carpintero, un calafate y un tonelero.


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Argelio Roberto Santiesteban Pupo

Escritor, periodista y profesor. Recibió el Premio Nacional de la Crítica en 1983 con su libro El habla popular cubana de hoy (una tonga de cubichismos que le oí a mi pueblo).


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