Dicen esos inspirados excavadores de antiguallas, los arqueólogos, que los dos primeros acompañantes del hombre primitivo fueron el perro y la gallina.
El perro, integrado de lleno al ámbito doméstico desde la noche de los tiempos, más tarde aparecería, con toda razón, clasificado por los zoólogos como el Canis familiaris. Y, en estrecha alianza con el hombre, se mostraría en todas las culturas, épocas y latitudes, desde los que vagabundeaban en el Egipto bíblico hasta el que tira del trineo esquimal.
Los cubanos no estamos exentos, ni mucho menos, de esa universal afición “canófilia”. Y, para tocar el tema, hemos de mover nuestras coordenadas hasta la plácida villa de Bejucal, de donde proceden los chihuahuas, poodles, pomeranios y demás perros de compañía que hoy en La Habana les dispensan gracias y zalamerías a sus amos.
Sí, el pueblo de Bejucal, ubicado a medio camino entre la capital y Batabanó, no es sólo famoso por sus recordables charangas. Hay allí también una tradición, que ya acumula más de dos siglos, en cuanto a la cría de perros.
Ah, pero época hubo en la cual por allá no proliferaban los actuales falderillos, sino cierto personaje perruno menos apacible.
En Bejucal, hace más de doscientos años, se había concretado un cruce genético capaz de ponerle los pelos de punta al más osado. Era el llamado “perro de los esclavos”, resultante de la mixtura entre el bloodhound y el dogo español.
El perro de los esclavos tenía un aspecto feroz, como todos los dogos. Sus orejas, caídas, eran amputadas para protegerlos de la maleza selvática. La cola, larga y peluda, se torcía hacia el lomo. El pelo era corto, duro y de color rojizo. Aquellos colosos pesaban unas 130 libras.
¿Su función? Como el nombre lo indica, perseguir al emancipado por propio arbitrio, al cimarrón que, sacudiendo las cadenas, marchaba a lo más intrincado del monte para volver a saborear la miel de la libertad.
Y hasta los remotos palenques donde se habían hecho fuertes, marchaban los perros de esclavos, acompañados por los no menos feroces cazadores del rey.
¿Quién vencería en la contienda? De aquel lance iba a depender el futuro del negro rebelde.
LOS ASESINOS PARTEN DE VIAJE
La fama de Bejucal como criadero de canes se internacionalizó, con lo cual esta plaza se convertiría en exportadora de un extrañísimo rubro: perros para cazar seres humanos.
En 1780 fueron despachados 36 perros y 12 cazadores del rey con destino a la Costa de los Mosquitos, en la costa atlántica nicaragüense, para aplastar a sus sublevados habitantes, quienes, haciendo derroche de valor e inteligencia, habían dejado fuera de combate a tres regimientos que trataban de recapturar, para la corona española, la comarca que estuvo en poder de los británicos.
Mas no sería ésa la única ocasión en que los temibles canes bejucaleños iban a traspasar los límites cubanos.
A finales de los 1700 el coronel Williams Dawsse se sentía a pedir de boca en aquel pueblecito cercano a San Cristóbal de La Habana: Bejucal.
Su anfitriona era nada menos que la marquesa de San Felipe y Santiago, una dama de muy buen ver cuyo esposo, en lugar de brindarle su masculina compañía, andaba a la greña por la Corte, tratando de resolver a su favor ciertos litigios pendientes. Y su ausencia se había extendido por cuatro años, sin señales de pronto regreso. (Claro, sucedió… lo que sucedió, eso mismo que está ahora usted imaginando, pícaro cibernauta).
Fue precisamente la marquesa quien propició al general británico el cumplimiento de una misión, cuando lo puso al habla con el Cuerpo de Cazadores del Rey. Porque la visita de Dawsse —aunque se hubiese complicado gratamente— tenía un fin muy específico: contratar perros para perseguir cimarrones en Jamaica.
El 11 de diciembre de 1795 embarcan a bordo de la goleta inglesa Mercury 40 cazadores del rey y 104 perros. Fue la más angustiosa de las travesías pues los perros, no familiarizados con la tripulación, se abalanzaban para matar a la marinería.
Cuando el Mercury llegó a Montego Bay las calles quedaron desiertas al paso de los cazadores y sus feroces perros, los cuales atacaban hasta a las cosas inanimadas que se ponían a su alcance.
El general Walpole, jefe militar de la isla, ordenó un desfile de los perros con la finalidad de ver cómo se comportarían ante los cimarrones, quienes estaban provistos de armas de fuego.
Los cazadores aparecieron al final de una cuesta, formados en una fila, en compañía de los canes. Entonces los ingleses descargaron sus fusiles y avanzaron como en un ataque real.
Baste decir que hubo perro que despedazó, en su furia, la culata de un arma larga.
La presencia en Jamaica de cazadores y perros bejucaleños decidió que los jefes de los rebeldes se sentaran a la mesa de negociaciones con las autoridades británicas.
De todas maneras, pocos años después el cimarronaje reflorecería en Jamaica, pues no en vano se dice que la libertad es el don más preciado para los mortales.
Y generación tras generación, en Jamaica se transmitió el recuerdo de los perros asesinos que llegaron de un pueblo cubano acunado entre alturas, al sur de San Cristóbal de La Habana.
Gio
29/11/16 20:33
El dogo cubano fue un cruce de mastín español y alanos .hay reseñas de esto en libros
Mario Martín
12/6/15 14:00
Estimado señor Santiesteban: le escribo desde España. Estoy muy interesado en la antigua raza, que, según figura en un antiguo escrito : "El dogo de Cuba: una raza extinguida", publicado en su país, ya no existe por más tiempo. Sin embargo, imagino que algún investigador cinófilo habrá recopilado gran información sobre ella. Podría ayudarme en mi búsqueda? Muchas gracias.
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