Ninguna reforma social, política, o económica, especialmente en grandes países y sociedades avanzadas, puede realizarse de modo unilateral, forzando los plazos, o mirando hacia atrás. Violar esas reglas suele conducir al fracaso o acarrea costos sociales. Toda reforma es una apuesta por el porvenir y no un retorno al pasado. Ahí radica la diferencia entre un reformador y un restaurador. Donald Trump hará su elección.
Nada ilustra mejor las dificultades para una reforma de gran calado que el status de la población afroamericana, la cual durante más de 150 años ha requerido los esfuerzos de varios presidentes, fue uno de los ejes de la guerra civil, motivó tres enmiendas constitucionales (13°, 14° y 15°), y dio lugar a la lucha por los derechos civiles y a las leyes impulsadas por Kennedy y Johnson. No obstante, el problema persiste, y es el único que en Estados Unidos puede desencadenar una explosión social.
De alguna manera la propuesta económica del presidente Trump es una “contrarreforma”, o como mínimo una rectificación para desmontar las políticas neoliberales entronizadas por Reagan, y aplicadas por Clinton, Bush, e incluso Obama, que dieron lugar a la desregulación en el sector bancario y financiero, y concedieron amplias libertades al capital, que aprovechó para buscar opciones fuera de Estados Unidos, donde en virtud de bajos salarios, así como regulaciones laborales, ambientales y fiscales permisivas, existían mejores cuotas de ganancia.
Un dato relevante es que esos procesos no se operaron solo en Estados Unidos sino en todo el mundo, y condujeron a la globalización, en la cual no solo están presentes asuntos asociados al movimiento de capitales, sino a la ciencia, la tecnología, la era digital, y la sociedad del conocimiento, en conjunto denominada como una “tercera revolución industrial”.
La propuesta de Trump no sugiere una reforma sino un retroceso, al que Estados Unidos arrastraría a países como China, Japón, Europa, y varios estados emergentes, obligados a improvisar ajustes, no para mejorar su economía, sino para complacer a los estadounidenses que no pueden evadir a instituciones como la Organización Mundial de Comercio, el Fondo Monetario Internacional, e instrumentos como el Acuerdo Transpacífico, el TLCAN y decenas de otras herramientas.
Una peculiaridad de este proyecto es que no es realizable por la fuerza, los adversarios son los más estrechos aliados, y los equilibrios involucrados son de tanta sensibilidad que una inconsecuencia política puede tener efectos devastadores.
El flamante presidente y su equipo políticamente inexperto, deberán encarar difíciles negociaciones, realizar estudios que demandan serenidad, y paciencia. Edificar consensos, bordar acuerdos, y captar aliados es algo que no parece estar entre las prioridades de la nueva administración, que ha elegido un difícil camino, se presiona ella misma, y parece no percatarse del factor tiempo. Allá nos vemos.
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