Pensar no es un ejercicio intelectual sino una dimensión de la existencia humana; una capacidad común a todos los humanos, exclusiva de ellos, no electiva e irrenunciable: nadie puede decidir no pensar. Pensar no es un derecho, aunque sí lo es hacerlo de modo diferente.
Pensar diferente es cuestionar ideológicamente el status quo, poner en dudas las verdades evidentes y los absolutos acogiéndose al beneficio de la duda. Las ideas no son tangibles y, aunque ciertos gestos pueden revelar lo que se cree, sólo la palabra declamada o escrita, pueden exteriorizar el pensamiento. “La palabra sentenció Federico Engels, es la envoltura material del pensamiento”.
De ahí que para pensar diferente se necesiten obligatoriamente algunos complementos, entre ellos la libertad de palabra, expresión, conciencia y de prensa. Entre esas libertades se incluyen el lenguaje simbólico de las imágenes creadas para comunicar, los sonidos, particularmente la música, y las creaciones artísticas, especialmente la pintura y la escultura.
Para conocer a un ser humano distinto de uno mismo y entender los meandros de su personalidad y sus intenciones, es preciso saber cómo piensa, más exactamente conocer sus ideas acerca de la mayor cantidad posible de asuntos, especialmente sobre el bien y el mal, lo sagrado y lo profano, así como de lo justo y lo injusto.
No obstante, no basta con identificar las ideas de una persona, sino que es preciso saber cómo se formaron y en que medida corresponden con la época. Debido al carácter social de la existencia humana y por ende del pensamiento,aquellos que reclaman originalidad usualmente mienten.
Raras veces una idea pertenece a un solo hombre y casi todas son patrimonio común. Las ideas compartidas forman los consensos sociales. Unas pocas de ellas sobre cuestiones esenciales de la filosofía, la moral, la ética y la fe compartidas por miles de millones de personas forman las esencias de la cultura universal.
De esa capacidad aglutinante emana la fuerza y la vigencia de las ideas que hacen fuerte al hombre honrado, admirados a los intelectuales honestos, creíbles a los líderes esclarecidos, y viables a las causas justas que no obstante, en la medida en que lo son resultan permisivas.
La exclusividad ideológica es una meta arbitraria, un pobre rasero y una aspiración imposible. Ninguna lucha es más legítima que “la batalla de ideas” cuya convocatoria indica una madurez política plena. Las ideas con ideas se confrontan y apelar a la represión o a las balas es su negación.
No obstante, retar ideológicamente al status quo y pensar diferente, no necesariamente es prueba de capacidad de raciocinio ni muestra de audacia y no siempre significa tener la razón. Si bien las vanguardias se caracterizan por pensar diferente al promedio de la sociedad, también suelen hacerlo los elementos más retrógrados.
De ahí que, sobre todo en política, las ideas correctas se aparten de los extremos, y con frecuencia aniden en el centro donde también habitan la tolerancia y la razón. Allá nos vemos.
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