Si el futuro pertenece al socialismo llegará primero a Europa, no como reediciones del proyecto bolchevique ni imposiciones como en Europa Oriental sino como fórmulas más próximas a la descrita en la versión original de Karl Marx, según la cual el tránsito de una sociedad a otra asumiría la forma de una especie de mutación. De menos a más y no al revés.
En Inglaterra, meca del capitalismo decimonónico, con un auge económico sin precedentes y una miseria insoportable, Karl Marx corroboró que el crecimiento sin justicia dinamita la estructura social. Mientras más próspera era la economía más injusta era la distribución, el proletariado se depauperaba, los campesinos se proletarizaban, los niños eran explotados y la jornada laboral era interminable. La contradicción entre la opulencia y la pobreza devenía motor del cambio.
En medio del turbión decimonónico europeo, desde una biblioteca de Londres descubrió que la revolución anticapitalista no sería un fenómeno político asilado sino un resultado histórico. Allí escribió que: “…Al llegar a una determinada fase de desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes...y se abre así una época de revolución social.”
Marx nunca percibió el transito al socialismo, no como un hecho aislado o fortuito, fruto de contingencias políticas locales, tampoco de conspiraciones ni de coyunturas más o menos tensas y mucho menos como un evento nacional, sino como un proceso internacional. Para él, el socialismo era una categoría histórica, una nueva formación social que, llegado el momento, por efecto de leyes históricas, sustituiría al capitalismo ocupando el espacio de toda una época. En esencia avizoró no un país revolucionario, sino una época de revolución social.
Marx no fue jefe de ningún partido, tampoco un líder nacional, sino un investigador que descubrió verdades y las expuso. No auspició conspiraciones y tal vez le hubiera aterrado pensar que el camino que conduciría a esa nueva época histórica, pasaría por una aniquiladora guerra civil que dividiría a la gente y arruinaría la economía.
Sin tener nada en contra de los giros y las metáforas literarias que embellecen el discurso político, es obligado reiterar que para Marx, la revolución y el socialismo no fueron nunca utopías, sino pronósticos, frutos de desapasionadas y maduras reflexiones científicas. Tal vez por eso no hay en sus escritos retórica política, exaltados alegatos, ni excesos sentimentales acerca de la situación de los trabajadores.
En la Europa de hoy parece haber dos hechos respecto a los cuales existen cada vez menos dudas: la crisis del capitalismo, en su forma actual es definitiva y que el socialismo es la única opción. Si fuera cierto que el Viejo Continente madura para el cambio, hay que avanzar lo cual requiere determinación, consenso y creatividad.
De alguna manera y en algún lugar hay que comenzar: ¿Por qué no hacerlo en Francia y en domingo? Quienes no lo crean votaron por Sarkozy. Allá nos vemos.
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