La idiotez es también una ideología, la de renunciar a tenerla. Creerse el cuento del fin de las ideologías. Dejarles la política a los políticos e interesarse solo por lo “de uno mismo”. Tirar a la basura ciertos ideales, eso que las élites procuran banalizar para ser más eficaces en su dominación. Una actitud que por intereses de clase los magnates del show business promueven a través de la pseudocultura, del pseudo-arte y de la pseudo-música.
Para los antiguos helenos, el idiótes (ἰδιώτης) era el ciudadano que se desentendía de los asuntos del ágora que era el centro de la actividad política y social, el lugar de impartición de justicia y el foco cultural de la polis. Aquellos no excluidos de estos asuntos (ni extranjeros, ni esclavos, ni mujeres) que por voluntad tan solo se dedicaban a sus asuntos en particular. Para los atenienses y los espartanos de entonces era incomprensible y mal visto faltar a ese deber, pues se pensaba que la vida política beneficiaba a todos, diferenciaba al ciudadano del bárbaro.
En los tiempos que corren, para asegurar sus privilegios y su poder de asignar valor a los objetos y a los actos, la burguesía no solo ha incumplido su promesa de educar a las clases trabajadoras, sino que ha emprendido una estrategia ingenierilmente concertada de idiotización e infantilización de la sociedad. Para lo cual, cuentan con sus “trabajadores intelectuales”, los de las corporaciones de desinformación y los de las industrias del entretenimiento.
Con un entretenimiento vacío, ruidoso y fragmentador; chillón, pero chato en significados y mensajes que, como planteó Fernando Navarro, tiene como objetivo “abotagar nuestra sensibilidad social y mantenernos dormidos, volviéndonos incapaces de pensar, reflexionar e investigar, para poder alcanzar una conciencia crítica de la realidad”. “El entretenimiento vacío existe para ocultar la evidente relación entre el sistema económico capitalista y las catástrofes que asolan al mundo. Específicamente para que no nos cuestionemos nuestros modos de vivir ni cuestionemos al sistema en el cual nos vemos inmersos”. Con productos pseudoculturales que reúne los valores del sistema establecido y que, sutilmente, nos introducen sus valores en nuestras mentes”, “modelando nuestras conciencias”. Estrategia de dominación para la que producen y reproducen consumidores enajenados; con los ideales –“ese conglomerado de nociones ideológicas que en los sujetos se meten entre ellos mismos y la realidad y que la filtran”- que se acomodan al orden impuesto y que la pseudocultura aúna, al decir de Theodor W. Adorno y Max Horkheimer en su interesante texto Teoría de la seudocultura. Ideales de “tal modo ocupadas afectivamente”, con storytellings y demás manipulaciones emotivas, que la razón no puede desalojar.
Para instaurar la meritocracia, para defender la narrativa de que se tiene lo que se merece, independientemente de las estructuras de clases, la idiotización le ha resultado más beneficiosa que la incultura. Pues, como advertían los pensadores de Frankfurt: “La incultura, en cuanto mera ingenuidad y simple no saber, permitía una relación inmediata con los objetos, y podía elevarse, en virtud de su potencial de escepticismo, ingenio e ironía -cualidades que se desarrollan en lo no enteramente domesticado-, a conciencia crítica; pero la pseudoformación cultural no lo logra”.
Si George Orwell en 1984 apuntó que “La libertad es el derecho de decir a la gente aquello que no quiere oír”, el consumidor idiota se siente libre y feliz cuando le dicen –simplemente- lo que quiere escuchar, cuando se sabe que comparte el mismo gusto y el mismo sueño del idiotizador de turno. Y cuando es libre de responsabilidades. Resultando, una sociedad de eternos adolescentes, adictos al entretenimiento vacío, temerosos de errar, que solo ven riesgos en los cambios y no oportunidades, incapaces de asumir compromisos y sacrificios colectivos, sin ninguna capacidad de criticar o cuestionar lo establecido, ni lo naturalizado como “correcto”. Esta violencia simbólica, desde infinidad de medios, retroalimenta la violencia estructural, se constituye en el marco legitimador de ese orden injusto y excluyente.
La idiotez parte de una estrechez de miras. El idiota sólo tiene en cuenta su punto de vista, niega la complejidad del mundo y difunde su simplificación de forma dogmática. La estulticia es altamente contagiosa y se alimenta de ideales difusos, de lugares comunes, de proclamas simplistas, todo lo ven en blanco y negro. Es inepto a la hora de jerarquizar prioridades y se obstina con tozudez en lo baladí y accesorio. Por ello, el músico idiota además de tosco es fanfarrón, se la pasa alardeando en su temas que es el mejor, el número uno, el más pega 'o y el que más factura.
Sabiendo, que en la sociedad clípclica la repetición equivale a demostración, la industria estimula el uso y abuso de las fórmulas del éxito. Un maremágnum de mercamúsica invaden los canales de distribución. Canciones melcochas, repetitivas, con las mismas estructuras y series de acordes, colmadas de onomatopeyas, con alusiones a personajes de animados o de videojuegos; consiguiendo la homogenización e infantilización de los gustos y comportamientos. Letras pueriles y vulgares, como si todos tuvieran dificultades de comprensión. Como muchas de las “perlas” del boricua Bad Bunny y del cubano residente en Miami Chocolate Mc.
“Cien millone' dando vuelta' en un Can-Am (un Can-Am)/ Y la' corta' ya tú sabe' dónde van (prr, prr)
Un saludo pa' lo hater', ¿cómo están? (Wuju)/ Que me odien, eso e' parte de mi plan, yeah (ey, ey)”
“Aquí no hay que aparentar (nah)/ Ando con unas teni' que tú no puede' cachar/ Concentrao' haciendo ticket me metí siete Adderall/ Quién e' el número uno no hay ni que preguntar (ey, ey, ey)”
Así presume el marcosaurio Bad Bunny en “100 millones”, uno de sus últimos sencillos y que alcanzó la cifra del millón de visualizaciones en poco más de cuatro horas.
"Culiar" es el título del más reciente single de Chocolate, junto a otros de sus imitadores. Más de lo mismo del autor de “Guachineo” y de las sagas del “Palón Divino”, de “el mejor de lo reguetoneros cubanos”, “El heredero al Trono”, “El rey de los reparteros”, “El único presidente de la república repartera”, en su propio gritar. Cosificación de la mujer y el alarde falo-céntrico; la oferta mercantilista del sexo “divino” del macho, pagado con el correspondiente “divino” de la hembra, con “maldad”; culiar de la “maldita” con el “maldito”, del “asesino” con su “asesina”. “Palos” exitosos, que se instauran en patrones y generan otras copias degradantes: “Palito Presidario”, ''Totica Delincuente'', “Kimbando Bueno”, “Con Quien Follo” y “Ñaki Ñaki”.
Como sugería Nietzsche, la estupidez más común consiste en olvidar nuestro propósito. Estos famosos, idiotizadores en masa, renuncian - doblegados o por voluntad-, a su condición de artistas. Porque, "Si solo haces música para vender no eres artista, eres comerciante", como planteó Residente, en aquella polémica Conferencia de los Billboard de la Música Latina en la que criticó la escasez creativa que vive la música actual. "Son idénticas, cuatro acordes fuertes, es una falta de respeto a los que están haciendo música de verdad. Es algo que le hace daño a la música".
“Banalización a escala global” que preocupa a grandes músicos como el Maestro Frank Fernández. “He de decirlo con gran tristeza: está ganando la mediocridad, me da mucha pena, pero soy una persona valiente y aunque digo lo que pienso, pienso lo que digo", enfatizó el reconocido pianista. Tendencia que degrada al arte musical, a sus cultivadores, pero además al público. Al decir de Aleks Syntek, estas canciones se mastican como un chicle y se escupen porque la otra semana habrá más canciones que las suplan. “Pasa igual que con la comida si te alimentas de cosas chatarras. Igual tu alma, si se alimenta de música chatarra eso es lo que vas a traer en tu corazón, hay que escuchar buena música, hay que escuchar música clásica, jazz...”.
Tal cual apuntó el escritor y músico español Mario Boville: “Si la gente estuviera menos idiotizada, estaría de moda otra música”. Y disfrutaríamos, con José Martí, con “la más bella forma de lo bello”, una música que complete y libere.
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