La Fountain de Duchamp, o de Elsa von Freytag-Loringhoven, o del binomio P (provocación + publicidad), prendió la chispa de una revolución incendiaria. Aquel urinario de porcelana, o más bien el gesto de seleccionarlo y firmarlo (con R. Mutt) y enviarlo a la Exposición de la Sociedad de Artistas Independientes en Nueva York, de censurarlo y hacerlo aparecer en otra galería y desaparecerlo… cambió la historia del arte, rompió con las reglas, con ciertos parámetros, establecidos y reconocibles hasta entonces, que diferenciaban a un objeto natural, artesanal o industrial de una obra de arte.
Una historia marcada por el poder, aunque no se destaque. Aquel gesto hubiese resultado intrascendente al sur del Rio Bravo. No se hubiese registrado en la historia del arte sin los gestos de otro de sus coautores, el millonario heredero Walter Arensberg, uno los principales mecenas de Duchamp, que dimitió del comité organizador, retiró la obra con suficiente aspaviento para llamar la atención de los visitantes que atiborraban las salas del Grand Central Palace, y compró el urinario-fuente. Recordemos, que también los poderosos distinguieron a las hoy llamadas “bellas artes” de los oficios artesanales. Esa fue la recompensa a los artistas por incrementar sus poder simbólico, por representarlos más cerca de Dios y de los sublime.
Así de rupturista pretende ser Rosalía con su más reciente álbum; romper con las reglas o cánones que establecen lo que es y lo que no es música comercial, lo que es un hit urbano, un reguetón o una bachata mainstream. Des-construye las fórmulas del éxito. Hasta podría decirse, que pone a temblar aquello que distingue lo que es literatura y lo que es jerga, poesía y técnica, creación y (re)producción.
Aunque ella se lanza a “romper”, no a revolucionar (“Yo soy la niña de fuego”, “y el fuego es bonito porque todo lo rompe”). Se siente a gusto en ese triángulo amoroso; se va a la cama una noche con la libertad estética y otra con la fama. Se mueve dentro de ese lazo, entre esas dos relaciones conflictivas; entre la creación más personal, conceptual y musical de sus piezas, y el apoyo productivo y publicitario de sus mercantilistas mecenas, los mandamases de la industria musical.
- Consulte además: Los mandamases de la industria de la música (I)
Aunque, vale reconocer, el “lazo” de Rosalía es más espaciosos que el de otros famosos, con muchos más grados de libertad que el otras marcas prefabricadas por la industria del entretenimiento. Su caso es equiparable con el de Residente, también del catálogo de la Sony. Como él, ha podido vender sus discos conceptuales y triunfar cuestionando algunas reglas que imponen las disqueras.
- Consulte además: Los mandamases de la industria de la música (III)
En el fondo, Rosalía “suena” más de C. Tangana que de Rauw Alejandro. En ella hay cultura, aprehensión de diversos referentes que selecciona inteligentemente. En sus producciones discográficas se evidencian. Hay indagaciones y hallazgos, registros y reflexiones, más allá de lo que aparenta en algunas entrevistas, donde se vende más ingenua que lo que es. Como que “ensucia” su imagen con cierta banalidad, para estar a la moda.
Duchamp cogió un artículo de la vida cotidiana y lo presentó de tal modo que su significado anodino y cotidiano desapareció bajo un título metafórico y un punto de vista inédito. “Creó un pensamiento nuevo” para ese objeto utilitario (y pestilente), como destacó, entonces, un editorial anónimo publicado en la revista The Blind Man, “casualmente” promovida por el propio Duchamp.
Rosalía, en cambio, embarra con palabras obscenas potenciales metáforas (“Te quiero ride, como mi bike / Hazme un tape, modo spike / Yo la batí / hasta que se montó / Segundo es chingarte / lo primero Dios”, canta en Hentai). Bate jazz con reguetón, y salpica con ruidos de metralletas los pasajes más líricos de un bolero, o sus exquisitos melismas de cantaora. Sin que hiciera falta, aplasta con autotune sus curvaturas vocales.
Las canciones de su último disco son como ready-made, se reciclan samples pre-existentes y de disímiles géneros, ruidos cotidianos y “frases encontradas”; sacados de su contexto original, para que funcionen artísticamente o encarnen otros significados. Arma así, ese palimpsesto que es Motamami; borrones experimentales sobre su propia metamorfosis, el alejamiento del flamenco puro de Los Ángeles (Universal Music, 2017) que ya anunciaba en El Mal Querer (Sony, 2018), y el tránsito de lo dramático a lo lúdico.
Como se ha dicho, su tercer álbum de estudio es el más personal y, en consecuencia, el que mejor refleja los tiempos que en ella fluyen, que se reproducen, activan y tambalean con su marca, su música y sus discursos. Me refiero a las lógicas dominantes y las contradicciones que suelen esconder los simulacros y las narrativas hegemónicas. Esas que se pre-anuncian en el mismo nombre, o mejor, en las explicaciones que hace la propia artista.
Motomami no sólo es el título del último álbum de la española, sino también una marca. Tal cual lo dictan los gurús del marketing 3.0, es una “experiencia de marca” asociada a un “estilo de vida”, uno que expanden sobre un acumulado asociado a la trade mark “Rosalía”. Es un kit de amarres mitológicos, los que mejor “surfean” en las plataformas digitales, los más propensos a los juegos sinérgicos, los que mejor interconectan los “memes culturales” más recurrentes y activados. De ahí, el ensamble de significaciones, dosificados en las redes sociales, antes y después del lanzamiento del disco, hypervinculadas con ese título encontré: Moto-mami.
Ya se había probado como marca, es el nombre de una empresa, Motomami SL, fundada por Rosalía y su madre Pilar Tobello, para gestionar “los servicios business management de artistas”.
Un término sintético que con tales operaciones ha sido adoptado en redes sociales para referirse a las “mujeres empoderadas”. Con tal “mensaje de coraje”, constriñendo los argumentos del feminismo legítimo, se posiciona la marca y los productos asociados. Convirtiéndose en un hastag y en tendencia en Twitter, TikTok e Instagram, las plataformas y las tecnologías de propagación para el que fue diseñado. A través de las cuales la cantante ha explicado su origen y significado.
Cuenta Rosalía que le puso ese título al disco en honor a su abuela y a su madre, fanáticas de las motos. La catalana ha compartido en entrevistas que su madre solía llevarla de paseo en una Harley Davidson, vestida de chaleco negro de cuero, melena rizada y joyería. Vivencias que según confiesa han resultado en una gran inspiración a nivel personal y artístico. Seña que había sido aludida ya su disco El mal querer, con el tauro-moto del video de “Malamente, o el sonido de aceleración al inicio del tema “Tú de aquí no sales”.
El identificativo se compone de dos palabras provenientes de idiomas diferentes. En tal sentido explicó Rosalía: “Moto en japonés significa más duro. Mami la figura de la madre, las mujeres como poder de creación, como fuerza creadora”. “Moto es el lado más agresivo y Mami es el lado más vulnerable. En este disco hay canciones con drums muy agresivos y hay canciones más de balada, más conectadas con ese lugar sensible”, añadió.
Dos significaciones que también confluían en la Fountain de Duchamp. Toda vez que era un objeto industrial seriado, producido, que aludía a un mundo maquinista, en la era la reproducción mecánica; a la vez que simbolizaba al útero femenino, al mundo de lo creado. Para más ambivalencias, algunos han planteado que el seudónimo "R. Mutt" es una versión de Mott, el fabricante del urinario; mientras otros consideran que evoca fónicamente el sustantivo alemán "Mutt(e)R”, es decir madre.
Esas dos caras del mundo contemporáneo, ambiguo y postmoderno, contrapuntean, recurrentemente, en Motomami. Resultando un collage de contrastes, que son como constantes en los signos del álbum, los musicales, textuales y visuales. Estructuradas ingenierilmente y dosificadas con arte, en el disco y en todos sus embalajes; para que actúe a plenitud ese binomio P que convirtió a un objeto receptor de desechos en una fuente emisora de novedades.
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