La cubanía se conjuga en presente, es herencia y adherencia en el hervor de cada día; un archipiélago, en diástoles y sístoles, de islas sedimentadas y golpeadas permanentemente por olas diluyentes. Cuaja, como orgullo cocinado y sentido, con cada soplo del espacio-tiempo. Se re-constituye en cada cuerpo y en cada armonización colectiva de fe, esperanza y amor.
No basta reconocer el Son que fue, aquella señal del clímax del criollismo musical, el gemido popular de su “mulatez”, de la complejísima “transfusión de sangre y cultura” que fue el encontronazo de lo hispano y lo africano. Sino el que se está haciendo y socializando hoy, el que consigue significarse como “lo más sublime para el alma divertir”, pese a que lo bailen con otro nombre, o movilice en sus derivaciones.
Nació el son con hibridez vigorosa, como el congrí y las mulatas. Como un “sonar de voces e instrumentos”, con la redondez fraternal de sumar al coro y al goce, de interconectar con el baile a distintos cuerpos en un mismo impulso emotivo. Los bailadores rodeaban al tresero que cantaba un son, un changüí, un chivo o un sucu sucu.
Hay en el género, y en las agrupaciones, que lo cultivan trazas de los elementos acrisolados y del fuego, de la leña y del caldero en que se fue cocinando; de una voluntad de expresarse y con lo que fuera, con una botija o una marímbula, con una botella o un machete, con un taburete o un bongó…Hay de las pujas en que precipitó como uno de los principales pigmentos del “color cubano”.
Muestra de la resiliencia de los excluidos, de los más humildes y estigmatizados. Se impuso a base de persistencia y contagiosa sabrosura, a discriminaciones de todo tipo. Fue rechazado, negado en los salones habaneros por partida triple, por ser oriental, de las clases más humildes y de origen africano. No resultó fácil, pero se coló en el alma nacional.
No solo por su vitalidad, sino por su ductilidad para interactuar y fundirse con otras expresiones de nuestra autoctonía, devino en uno de los troncos más ramificados de nuestra música. Como ha defendido Danilo Orozco los sones fungieron como vehículos integradores de rasgos y procesos, “ el marco de acción de los sones ha engendrado necesidad histórico-cultural de la interacción con muchos otros tipos genéricos y sus nutrientes , de los cuales toma , da integra, sintetiza, pero también dispersa, fragmenta , decanta, con profundos y singulares resultados a nivel de códigos expresivos”. Un proceso y una función que no ha parado aun.
Vale celebrarlo en su Día, pero acompañando el festejo con profundas indagaciones, prodigarlo con resguardos inteligentes y consensuados. Para que siga siendo patrimonio, orgullo y devoción de la mayoría de los cubanos hay que celebrar sus actualizaciones o las revisitas a sus raíces que hacen los más jóvenes, aun lo haga un exponente de la llamada música urbana, un repartero o un DJ.
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Esa ha de ser siempre una de las principales motivaciones del “Día del Son Cubano”, como fue enarbolada por Adalberto Álvarez, resaltar al “padre de todos los géneros de la música popular bailable” y reconectarlo con la juventud, revitalizar el calado que siempre ha tenido el son entre quienes nacieron en Cuba, en momentos en que otros géneros y ritmos foráneos han ganado preferencia y espacios en la Isla.
El complejo del son surgió hace más de una centuria como expresión raigal del pueblo, y no ha parado de desarrollarse, cantando y contando nuestra cotidianidad. Como lo hicieron Miguel Matamoros, Ignacio Piñeiro, Arsenio Rodríguez, Julio Cuevas, Benny Moré y la Sonora Matancera. Figuras cimeras de nuestra cultura, cuyo estilo de creación e interpretación ha devenido patrón o modelo sonero. A ellos se suman, otros grandes como Félix Chapottín, Miguelito Cuní, María Teresa Vera, el dúo Los Compadres, Compay Segundo, Lilí Martínez, Rubén González, Pancho Amat, los Septetos Nacional, Habanero y Santiaguero, o el Buena Vista Social Club, entre muchos otros; este último, protagonista del éxito notorio que alcanzó la música tradicional cubana en el circuito internacional a partir de la década de los 90.
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De ahí, la importancia de celebrarlo, cada 8 de mayo y el resto de nuestros días, de resonar con sus expansiones y sintonizar con sus más contemporáneos anudamientos, síntesis y decantaciones al hervor del siglo XXI, con los más modernos contrapunteos de la cuerda blanconaza y el repique negro, del aplatanamiento de lo urbano y el callejeo de lo rural, de lo de aquí y lo de allá, de la tradición y la innovación.
Ahora, y aun después de que sea reconocido como como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, por la UNESCO. Un propósito para el que ya se han venido dando pasos importantes, como su declaración como patrimonio inmaterial cubano en el 2012 y el establecimiento del Día del Son Cubano a propuesta del Ministerio de Cultura, por el Decreto 19 del Consejo de Ministros, publicado el 2 de octubre del 2020 en La Gaceta Oficial de la República.
Este día de cada mayo a propuesta del “El Caballero del Son”, en homenaje al legado musical de dos de sus grandes exponentes, el santiaguero Miguel Matamoros (1894-1971)) y el pinareño Miguelito Cuní (1917-1984). “Esa fecha es emblemática, y nos dio la cobertura necesaria para que se sintieran representados todos los soneros a lo largo y ancho de la Isla. Porque el 8 de mayo no vamos a rendir homenaje solamente a Cuní y a Matamoros, sino a todos los soneros, a todo el son de Cuba, el de oriente y el de occidente, el más tradicional y el más contemporáneo El homenaje es a todos, y lo que pretendemos es que cada año se vayan resaltando las figuras que más se conocen, y también otras que se conocen menos, pero que son tan importantes como las más famosas” —aseguró en su momento el inolvidable Adalberto Álvarez.
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Ahora y después de que se concluya el expediente que sustenta la candidatura del son como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, y de que se presente al comité de la UNESCO que concederá el título, ya conseguido para el Punto cubano y la Rumba. Una acción en la que se empeña, con sabiduría y compromiso, el Centro de Investigaciones y Desarrollo de la Música Cubana (CIDMUC), pero en la que debemos participar todos los que podamos.
Para que no suene a “cosa de viejos”, sino a vacuna contra lo ajeno-diluyente y lo extraño-fragmentador. Que sea cuestión de prolongarnos, desde nuestras raíces hacia nuevas expresiones de lo cubano, desde el mito del “Son de la Má Teodora” hasta el himno de “Me dicen Cuba” de Alexander Abreu y su Habana de Primera. Más bien, redescubrirnos en acumulada potencialidad.
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