En las calles de La Habana, los vendedores ambulantes son una presencia constante y vital. Desde el amanecer hasta el anochecer, sus voces llenan el aire con ofertas de viandas frescas, dulces tradicionales, baratijas y deliciosas frituras. Estos trabajadores no solo venden productos; ofrecen una parte de la cultura y la vida cotidiana de la ciudad.
Carlos, un vendedor de viandas de 50 años, comienza su día a las 4 de la mañana. Con una sonrisa cálida, relata cómo cada yuca, plátano o boniato que vende lleva consigo una historia de esfuerzo y dedicación. “Cada día es una lucha, pero también una oportunidad para conectar con la gente”, dice mientras acomoda cuidadosamente sus productos en el carrito.
Roberto, vende dulces caseros, comparte su perspectiva. “Este trabajo me permite ser creativo y ofrecer algo especial a las personas. No es fácil, pero es gratificante ver las sonrisas de los niños cuando prueban mis dulces”, comenta mientras muestra orgulloso sus últimas creaciones de guayaba y coco.
Miguel, un vendedor de baratijas, explica cómo su trabajo le permite llevar un sustento a su familia. “Vendo de todo un poco: desde juguetes hasta utensilios de cocina. La gente siempre necesita algo, y yo estoy aquí para ofrecerlo”, dice mientras organiza su puesto en una esquina concurrida.
Raúl, un vendedor de frituras, destaca la importancia de su trabajo en la comunidad. “Mis frituras son famosas en el barrio. La gente viene de lejos solo para probarlas. Es un trabajo duro, pero ver a mis clientes disfrutar de la comida me llena de satisfacción”, comenta mientras fríe con destreza una tanda de empanadas.
Muchos, prefieren la autonomía por la informalidad y la flexibilidad que ofrece; pueden trabajar junto a su familia y manejar su propio tiempo.
En cada esquina, en cada plaza, los vendedores ambulantes son el alma de nuestras ciudades.
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