No hay final feliz a la vista, más bien anuncios de varias tormentas. A Theresa May, sobre todo, se le ha puesto bien difícil sortear asperezas de sus propios correligionarios, quienes continúan haciéndole una inamistosa guerra para obligarla a que adopte determinadas posiciones y enfoques con respecto a la salida del Reino Unido de la Unión Europea (UE).
El Pacto Comunitario tampoco la recompensa. Su último encuentro con los negociadores en Salzburgo, a finales de septiembre, concluyó con una negativa total al proyecto del brexit que ella les presentó. Las oposiciones son similares a las de momentos anteriores pero al parecer reforzadas, en particular, las referidas a la frontera entre las dos Irlandas.
Bruselas propuso mantener a Irlanda del Norte dentro de las normas existentes en la unión aduanera y el mercado interior, buscando garantías para impedir que vuelva a establecerse una frontera dura entre ambas partes, capaces hasta de poner en peligro los acuerdos del Viernes Santo (1998), a través de los cuales se sofrenaron las sangrientas disputas entre católicos republicanos y unionistas protestantes. La paz en ese enclave, mantenido como suyo por Gran Bretaña cuando el resto de la isla se independizó en 1947, depende de finos hilos todavía, y como la República Irlandesa es miembro de la UE, la separación en marcha trae consigo una situación especial.
“El área regulatoria común debe constituir un espacio sin fronteras internas donde el libre movimiento de bienes se garantice y la cooperación entre el norte y el sur se proteja”, señala el documento presentado por la UE. May rechaza con vigor la oferta pues, afirma, va contra la integridad territorial. De igual manera, el resto de quienes hasta hace poco fueran sus socios se niegan al propósito de la premier en busca de puntuales privilegios en la circulación de mercancías y algunos puntos de feliz contacto comercial en favor del Reino Unido. Esto es: participar del mercado único pero sin las obligaciones respecto al movimiento de personas, finanzas y recursos. Algo así como lograr ventajas sin estar sujetos a responsabilidades.
La segunda posibilidad ofrecida por Bruselas fue un tratado de libre comercio como cualquiera de los conocidos y, a semejanza de los existentes, con sus debidas regulaciones y compromisos entre los concordantes.
Las diferencias han tomado un elevado nivel de asperezas, de modo que comenzó a crecer la cantidad de partidarios —dentro y fuera del R.U.— sobre lo oportuno de realizar otro referéndum. Si bien sectores de la alta política también lo desearían, May tampoco accede a una segunda consulta. A esas discrepancias se unen las mostradas por varios jefes de Estado europeos en cuanto a algunos puntos vinculados al sector financiero, formulados en el plan oficial del Reino. Encima, un amplio sector de los tories pide el establecimiento de un pacto similar al suscrito entre la UE y Canadá.
¿Qué proponen? El excanciller Boris Johnson, uno de los más visibles enemigos de la May dentro de los conservadores, está entre quienes actúan contra la fórmula presentada por ella para el divorcio institucional. Tiene seguidores y hasta se le suma, en parte o por completo, el ministro recién nombrado por May para negociar. Ese grupo piensa que lo ideal sería proponerle a la UE un pacto análogo al que Bruselas sostiene con Canadá.
Ese acuerdo de libre comercio entre la UE y Canadá se puso en marcha en septiembre de 2017, pero solo diez de los veintisiete miembros lo ratificaron. Bélgica presentó objeciones, retiradas una vez fueron atendidos sus reclamos; pero Italia, en este momento, comparece con objeciones por entender insuficientemente beneficiadas sus exportaciones. El CETA (Comprehensive Economic and Trade Agreement), por sus siglas en inglés, o Acuerdo Integral sobre Economía y Comercio se encuentra en un 90 % de ejecución y fue aprobado por el Parlamento Europeo, pero a expensas de algunos ajustes.
El acuerdo tiene críticos y simpatizantes. Se basa en la reducción de las tasas aduaneras para un gran número de productos e iguala las normas en favor de los intercambios y las relaciones comerciales de los dos territorios. Entre sus ventajas para las empresas europeas está el ahorro de al menos 500 millones de euros anuales en aranceles, un tema de la mayor relevancia tras las políticas de Donald Trump en ese sentido. No faltan miradas hacia los vínculos de Noruega y la UE, por medio del Espacio Económico Europeo, puesto en vigor desde 1994.
Si sus adláteres ideológicos le presentan batalla a la May, los laboristas tampoco concuerdan con ella. En un congreso recién finalizado en Liverpool, todas las facciones de la izquierda británica (tan dividida como la derecha dura torie en el gobierno) concordaron en no aceptar ningún acuerdo para el brexit si este impide u omite los beneficios obtenidos por el país mientras fue miembro del acuerdo.
Círculos sindicales y los afines dentro del laborismo al deseo de un país socialmente equitativo se debaten entre si salir o mantenerse en la UE, pues varios de sus grandes propósitos (renacionalizar las empresas de gas, la eléctrica, ferrocarriles, agua, eliminar la austeridad y, en general, reintroducir mejoras a la vida de las mayorías) no conjugan con el neoliberalismo impuesto en el pacto integracionista del Viejo Continente, pese a valorar bien cuánto de positivo implica ese tipo de asociación.
Las diferencias no impidieron acuerdos integrales del ámbito progresista. Le pusieron bien alto el tablón a saltar por el gobierno y eso incrementa las probabilidades de un anticipo eleccionario para el cual el laborismo tiene esperanzas y posibilidades de ganar. La alternativa de comicios adelantados no está solo en la mente de las huestes dirigidas por Jeremy Corbyn. Es una ambición de la derecha hace mucho, sobre todo entre aquellos que con celadas diversas y antagonismos obvios desean sustituir a la primera ministra, probablemente no para bien.
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