Y desde luego, esencialmente sucede así, porque para Washington y sus restantes aliados occidentales el consolidar a las autoridades derechistas de Kiev como nueva punta de lanza contra Rusia se inscribe entre sus metas de “favorables y deseables consecuencias estratégicas”.
En otras palabras, la conversión definitiva de Ucrania en otro servil integrante de la belicista Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN, o cuando menos en un “paso abierto y seguro” hacia el Este, sería clave en el nada disimulado propósito de los círculos ultraconservadores norteamericanos de cercar al Kremlin y llevar los polvorines occidentales cada vez más cerca de Moscú, un propósito, dicho sea de paso, nada diferente a los planes hitlerianos durante la Segunda Guerra Mundial con relación a la entonces Unión Soviética.
En consecuencia, no resulta extraño entonces que a pesar de transitorios picos mediáticos sobre otros temas, el asunto de las tensiones ruso-ucranianas se mantenga como prioritario para los intereses hegemonistas y al mismo tiempo para el gigante euroasiático que ve amenazada severamente su seguridad y estabilidad.
Y es que, como precisó el analista Michael Jabara Carley en un artículo aparecido en el espacio digital Red Voltaire, los halcones de Occidente nunca cumplieron con la promesa hecha a la Unión Soviética en 1990 de no incursionar hacia el este aprovechándose del derrumbe del ex campo socialista europeo.
De manera que, recordaba el citado especialista, solo “entre 1999 y 2009, doce países de Europa oriental se convierten en miembros de la OTAN, entre ellos varias regiones de la ex Yugoslavia, destruida y despedazada por Estados Unidos y sus congéneres occidentales”.
Para febrero de 2014, con el golpe de estado contra el mandatario ucraniano Víctor Yanukovich, “pareció por un momento que Washington había logrado cerrar el cerco sobre Rusia”, añadió Michael Jabara, para destacar a seguidas que la resistencia en el Este ucraniano a los fascistas de Kiev ha frenado en parte esos intentos, junto a acciones firmes de Moscú como la reincorporación de Crimea a su territorio tras el plebiscito realizado por los ciudadanos de esa estratégica península.
En consecuencia, las tensiones y actos hostiles provocados por los planes imperiales han sido la constante en las áreas fronterizas con Rusia, aún cuando la propaganda occidental intente convertir a Moscú en “agresor” y Washington y sus aliados promuevan constantes sanciones en su contra bajo tales presupuestos.
Y si bien desde febrero del pasado año el esfuerzo diplomático del Kremlin logró concretar los llamados acuerdos de Minsk para un alto al fuego en el Este ucraniano, e incluso este diciembre Kiev, París, Berlín y Moscú acordaron extender la validez de ese tratado al 2016, lo cierto es que los sectores belicistas insisten en aupar la violencia y la hostilidad de manera de poner al rojo la divisoria oeste de Rusia.
Así, por ejemplo, el gobierno que encabeza en Kiev el presidente Piort Porochenko, insiste en señalar a Moscú como “invasor” y “promotor” de los enfrentamientos militares en el Este ucraniano entre separatistas y el ejército fiel a su administración.
Por demás, el ministerio ucraniano de justicia ha planteado incluso acusar este año al Kremlin ante la corte Internacional de Justicia por “apoyar el terrorismo”, en alusión a la pretendida ayuda que, dice, brinda Moscú a las regiones de Ucrania que insisten en hacer valer su autonomía frente a las amenazas xenófobas y absolutistas provenientes de los gobernantes de corte fascista radicados en Kiev con el apoyo total de Washington y sus socios otanistas.
De manera que con semejante expediente en curso, cuajado de tan antagónicos intereses, resulta lícito que no pocos analistas sigan considerando el tema de las tensiones en Ucrania como un episodio no solo inconcluso, sino contentivo de un tremendo potencial explosivo que pudiera desatarse en cualquier instante.
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