Una de las leyes de la Economía Política como ciencia, y que hube de estudiar y conocer años atrás, se refiere al valor y a la importancia de los ciclos de los diversos procesos económicos y cómo estos influyen en las relaciones sociales, y por consecuente en la cultura. Los años noventa habían sido un periodo de auge en materia musical bailable y ese auge había tenido su correspondiente expansión económica, aunque no alcanzó a todos los músicos de probada importancia, talento y capacidad creadora y su correspondiente ciclo final.
Para decirlo, siguiendo la pauta científica, había creado su propia plusvalía y generado sus propias clases “sociales”. Pero también su propio “lumpen proletariado musical” y su voraz proceso migratorio tanto endógeno como exógeno. Todo comenzó a resumirse en oferta y demanda; y como en todo proceso económico social había demanda real y demanda asistida o creada que respondía a las necesidades de los diversos públicos del momento.
La referencia a la Economía Política no es gratuita en esta historia.
Posiblemente los menos beneficiados, además de los que vivían fuera de la capital, fueron los que se dedicaban a una música que no fuera la bailable; con sus contadas excepciones.
No ha sido secreto nunca la dualidad de funciones que siempre han desempeñado los músicos en Cuba a lo largo del siglo XX: el compartir atriles en una orquesta filarmónica o formato de cámara en las tardes y en las noches ser el alma de una charanga o de un conjunto; y esta simultaneidad de funciones siempre fue motivo de orgullo hasta llegado los años noventa y con ellos nuevas relaciones de contratación. Entonces llegó la hora de las definiciones profesionales y del potencial diezmo de muchas formaciones; bien fuera por la migración hacía formatos de música popular o bien por una migración hacia nuevos horizontes, sobre todo en Europa; ora de forma temporal ora de forma definitiva.
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Los músicos cubanos que comenzaron a emigrar a partir de los años noventa y hasta el presente son emigrantes económicos. Cierto es también que muchos de ellos asumieron el papel del emigrante en fecha posterior al fin de sus contratos de trabajo o becas de estudios; bien fuera porque encontraron nuevas oportunidades o simplemente hayan decidido fundar familias en los países donde fueron contratados o estuvieron de tránsito.
Estos procesos migratorios –tanto el endógeno como el exógeno—rediseñaron a una escala poco analizada el papel de los músicos de la música cubana y de su sistema de enseñanza de fines del pasado siglo y de su impronta en el presente tanto en lo interno como en lo externo.
La migración interna; comencemos brevemente por ella; que tiene entre sus principales componentes –aunque no el único-- a los estudiantes de la Escuela Nacional de Arte (ENA) aceleró la integración estilística entre los diversos conservatorios del país que hasta ese entonces no estaban tan interrelacionados, muy a pesar de la presencia de los mejores talentos de cada uno de ellos en los diversos concursos que hasta ese entonces realizaba el sistema de enseñanza; del mismo modo que atrajo a la capital a parte importante de los talentos naturales que cultivaban géneros muy locales y que por obra y gracia del entorno extra turístico centralizado (los locales de la Habana Vieja en lo fundamental) comenzaron a ganar notoriedad. Tal vez uno de los ejemplos más notables era la posibilidad de escuchar nengones, changüíes y sones de montaña, y temas de la música tradicional más genuina fusionados con instrumentos novedosos para ese entonces como el uso de violines, saxofones o flautas a los que les anexaban pasajes de jazz.
Y esa presencia de lo tradicional no solo fue fruto de hechos y sucesos musicales como la Vieja Trova Santiaguera o el Buenavista Social Club; fue también una expresión de resistencia de algunos músicos que entendieron el papel de la tradición y su peso en un entorno marginal más allá de los circuitos de consumo que se impusieron en ese momento.
Turistas y nacionales. Nacionales y turistas llegaron a corear juntos con la misma pasión los estribillos de “La negra Tomasa” y de los temas de algunas de las orquestas más aclamadas en ese entonces. Todo se reducía al entorno sociocultural.
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Aunque poco se ha comentado, muchos de aquellos formatos “de sopa” que pululaban en esos espacios fueron contratados por empresarios pequeños interesados en sacar dividendos de “la moda Cuba” de ese momento; o fueron llamados a acompañar a figuras consagradas o emergentes de los lugares más increíbles, como Australia o Sudáfrica.
En cuanto al impacto endógeno de ese proceso migratorio es justo afirmar que abrió el horizonte cultural tanto de los músicos cubanos como de los de los países donde se fueron estableciendo, sobre todo en Europa; donde fueron aceptados como intérpretes per se, instrumentistas o profesores de los instrumentos que dominaban.
Regresando a la economía política: estaba ocurriendo un ciclo de expansión y auge del talento musical cubano y de la misma música que estaba en un proceso de integración a nivel internacional nunca antes pensado; solo que no como elemento dominante como algunos han querido mostrar. Se trata de un toma y daca que la ha enriquecido y que ha mostrado su universalidad, más allá de actitudes chovinistas o de poses altaneras como a veces se ha querido insinuar.
La influencia ha sido en dos direcciones, aunque nunca nos hayamos detenido a reflexionar conscientemente sobre ello.
Solo un detalle importante. Mientras que a lo interno lo bailable entraba en franca meseta de difusión y consumo –antesala de crisis; ligera, pero crisis al fin—, lo tradicional y otras corrientes llegadas desde Cuba marcaba pautas y ocupaban el espacio que les correspondían.
A fin de cuentas, todo se trata de consumo y de gustos. Y en esas materias no hay dogmas inamovibles.
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