Lectura no es solo acercarse al texto escrito desde el sacro supuesto del logos o razón, pues se sabe que el asalto a la modernidad impuso una lógica comunicacional mucho más amplia. Si la era entre el siglo XVI y 1914 fue la de la imprenta y las enciclopedias, la posterior iniciaría el viraje hacia la lengua como un ente discursivo en sí mismo, en tal sentido nada deviene sensato o razonable en su propia naturaleza, no existen verdades ni a priori ni a posteriori, solo hay interpretaciones y posicionamientos.
La escuela formalista rusa de la lingüística le dará a este empuje de la nueva ciencia un toque que viaja a las raíces mismas de la condición humana, rebelión contra el logos que viene desde los escritores románticos (Novalis dijo que la poesía no solo cambiaba el mundo, sino que era el mundo mismo. Goethe en su Fausto introdujo la metáfora del intelectual mefistofélico, capaz de alcanzar lo inmortal y la verdad en un trueque).
“El lenguaje es la morada del ser y el hombre, su pastor” diría en Carta sobre el humanismo Martin Heidegger, un escrito sobre la condición del hombre en la historia y que, de alguna manera, funcionó como la respuesta alemana a la famosa conferencia de Jean Paul Sartre “El existencialismo es un humanismo”, donde se replantea nuevamente la necesidad de una totalización de la historia que sería a la vez una constante destotalización a través de praxis individuales diferenciadas.
Sartre y Heidegger encarnarán las grandes pulsiones por leer el siglo XX, la praxis y el logos, la dialéctica y la metafísica, la lógica dialéctica y la lógica formal. En ambos está la sombra de la modernidad como un intento de leer la historia y dotarla de leyes. Parado sobre dichos pensadores vendrá el posicionamiento de una academia basada en el concepto del discurso como un ente más allá del logos mismo.
¿Cómo hablar del simple e ingenuo acto de leer cuando vemos cuán amplio es el diapasón de dicho concepto? ¿Es posible habitarnos a nosotros mismos sin ser perennes lectores y a la vez seres leídos? Sartre diría que en nuestro interés por la existencia, por el arrojo en que vivimos, intentamos totalizar la historia en un momento y eso es leer, pero cada praxis individual, al diferenciarse de las demás, se destotaliza, entonces se torna en una lectura para mí o para ti, en algo que existe solo mediante el acto de leer, de comprensión, luego pasa al plano de lo en sí kantiano, se torna ilegible. De ahí la validez del primer gran asaltante de la modernidad Nietzsche: “…no existen hechos, sino interpretaciones”, o sea totalidad y (des)totalidad de lo real.
Ya Sócrates avizoró el peligro de la escritura, esa que nos hace creernos sabios, cuando en verdad solo acumulamos datos sobre hechos perecederos. Se basaba quizás en el famoso Heráclito, quien describió el comprender como un río, que es y no es el mismo, todo depende de la experiencia que tengamos al bañarnos una y otra vez en su cauce. Está aquí Sartre en embrión, con su idea de la totalidad de lo real y su destotalización en la praxis histórica, pero siempre diferenciada. De manera que sí es posible leer la realidad, solo que se trata de un ejercicio gimnástico más que de un hecho contemplativo, de una serie de actos, más que de un acto único. El texto y el acercamiento son solo momentos en la comprensión del logos, que de inmediato devienen en praxis para retotalizarse en logos. La práctica no desecha a la teoría, mucho menos a la razón, sino que se sirve de estas, no de manera instrumental, sino para comprender y cambiar la historia. El sentido contrario estaría en verlo todo como un texto inmóvil.
Así, cierta academia del primer mundo, que ha desechado conceptos inherentes a la praxis de la historia, como el de la lucha de clases, la plusvalía, y el trabajo enajenado, intenta salirse del pensamiento económico totalizador de Marx mediante el segundo Heidegger, el de Carta sobre el humanismo, convertirlo todo en lenguaje y dejarnos una verdad poetizada, pastoril. Eso, que hoy se alza como crítica al logos y que se presenta bajo la máscara de estudios del discurso, no es otra cosa que el intento por cubrir con un manto de teorías, de hermenéutica, lo que Sartre, ese denostado, llamó pensar la totalidad de lo real, leerla, destotalizarla para comprenderla. En tal sentido resulta ilustrativa su frase durante los acontecimientos del Mayo del 68 francés: “…las estructuras no salen a la calle”, sentencia referida a quienes todo lo empezaban a ver de forma separada a la cuestión de la condición humana, al punto de olvidar que el hombre precede al lenguaje.
Y es que mientras más se acerca la academia al mercado, menos importa cambiar la historia, por tanto, no interesa cuánto haya usted leído en serio, sino la cantidad de textos que manosea y que cita de manera balbuciente. Los llamados papers que la escuela anglosajona exige son palimpsestos de citas de citas, o sea, la validación de los gurúes de nuevo tipo, cuyo pedigrí de alta data responde a la ideología del mercado. Las ideas devienen así entes, que una vez más resultan conquistables por el hombre moderno (pretendido posmoderno) heredero de la razón depredadora, la misma que impuso la conquista y desaparición de culturas originarias y fundó el orden mundial.
Ilustrativo el caso de los que hacemos academia desde la periferia, subteóricos, que giramos en torno a la centralidad de este viejo logos, que se salvó a sí mismo del asalto a la razón lastrando toda mácula de humanismo. Nos pasamos la vida citando a filósofos, que cuando hacen sus libros no citan a nadie, solo “dicen”, ellos son el logos y nosotros la praxis de dicha razón. De tal forma se totaliza y se destotaliza la historia aún en la actualidad, se lee de una manera colonialista. Sartre, en su prólogo al libro de Franz Fanon Los condenados de la tierra dirá que Europa solo se pudo hacer a sí misma creando esclavos y monstruos, quizás por eso no resulta tan popular Sartre, por eso y por feo y bizco, en esta era posindustrial, hedonista y vacía.
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