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martes, 19 de noviembre de 2024

Las huellas del Kennedy Center

El Festival Artes de Cuba, con su sabrosura cubana, donde no hubo exclusiones de ningún tipo y se pensó a Cuba desde la nacionalidad más amplia, merece repetirse...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 04/06/2018
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Kennedy Center Festival
El Festival Artes de Cuba se realizó entre el 8 de mayo y el 3 de junio en el Centro John F. Kennedy, de Washington, Estados Unidos.

Al cierre del intercambio cultural quedan siempre las huellas de una vida otra, pareciera que se rompen las cadenas de prejuicios y nace una luz en el camino, ese que todos hemos visto empañado de una forma u otra por deslices aquí y allá. Cuba y los Estados Unidos han dado lo mejor de sí en estas jornadas de intercambio, la una con la presencia de sus hijos más dilectos y en representación de los sueños de once millones; el otro con el ojo avizorando quizás lo poco conocido, hallando grandeza, siendo hermano, porque los pueblos no quieren una guerra ni silenciosa ni ruidosa.

El Kennedy Center, con su sabrosura cubana, donde no hubo exclusiones de ningún tipo y se pensó a Cuba desde la nacionalidad más amplia, merece repetirse, transformarse en un espacio no solo para la cultura más amplia, sino también para aquella que piensa a la cultura. En la academia está el núcleo duro de ambas naciones y la manera en que intelectuales de ambas orillas pasen por encima del prefijo seudo de muchos. La demostración de grandeza, de todas formas, quedó para la historia.

Y es esa sucesión de hechos, la concatenación alterable o no, la que moldea las mentalidades, más allá del dinero, la posesión de lo ente, el capital desaforado o escondido; es esa visión de la vida como un teatro de Bertolt Brecht la que saca a relucir los grandes conflictos y entendimientos, las luces y oscuridades. Porque entre cubanos y norteamericanos hubo más de amor que de barbarie y muchos miran con respeto a la pequeña nación que es minúscula nada más en tamaño.

Con las musicalidades, los teatros, los colores, los salones colmados de obras de artes visuales, Cuba invadió Estados Unidos. El suceso no fue como la famosa embestida británica de los Beatles y la música rock de los años sesenta; sino a partir de las partituras de José White, tocadas mil veces, o un cuadro de Fabelo que reseña lo interno de las almas, lo común a los seres, lo transparente, sin nimiedad. Jornadas en que se le huyó a la mediocridad, en que se crucificó la diferencia y se estableció el puente necesario, ese que, por ahora, la política no permite. Pero la cultura es la manera perfecta de unir, y el panamericanismo no es vil si proviene de Bolívar y Washington.

José Martí hubiera dicho del Kennedy Center que fue la maravilla norteña que unió, el nombre que en su momento nos separara con un bloqueo también se cambia en la semántica del triunfo y la verdad. Las crónicas nos relatan que, aún encandilados con las luces de los salones inmensos, los cubanos no olvidaron las palmeras, como mismo las vio en medio de las cataratas del Niágara nuestro José María Heredia. Cuba está llena de “Pepes” que la hacen grande. El otro, Lezama, elogiaría la presencia profusa y propondría al poema como protagonista de otra fiesta innombrable.

Como quiera, las notas de La Bella Cubana o las versiones de La Bayamesa se escucharán de nuevo en los Estados Unidos, país que es una pieza de la cubanía, como mismo nosotros somos ese mosaico que incluye a no pocos norteamericanos. América es una sola, ya no sólo del Río Bravo a la Patagonia, sino desde Alaska, donde- ¡sorpresa!- viven no pocos cubanos. Somos el pueblo que vive, ama y sueña, doquier se hallen nuestros huesos, y las diferencias no debieran empañar tantos siglos de belleza cultural, ni llenarnos de autodesconocimiento.

Lo acontecido en el Kennedy fue también un suceso descolonizador, sublime, humanista en el mejor sentido; ambos pueblos se olvidaron de la conquista del ente por el capital y fueron a la contemplación helénica de sus razas siempre pares. Martí en su artículo “Vindicación de Cuba” ya hablaba de esa gallardía cubana, capaz de conquistar o con lo bravío o con la elegancia, jamás con el dinero ni el engaño. Y la musicalidad que había en nuestras palabras lo llevó a su destierro luminoso, al martirologio.

Era el espíritu de Martí el que se movía sobre las aguas de estos días aquí y allá, como la luz que nos creó de la nada, y no por gusto el 19 de mayo cayó en medio de las jornadas no ya para señalarnos de tristeza, sino para recordar a ese cubano que tanto vivió en los Estados Unidos y que llegó a amar y a admirar lo más noble del pueblo del norte, entre otras cosas, su mosaico cultural.

Ahora mismo, quienes vieron los cuadros, las instalaciones, las presentaciones musicales y teatrales, se estarán preguntando qué pueblo es ese que siendo pequeño hace cosas grandes. Pero los artistas cubanos, que regresan con la sensación de un viaje carpenteriano a la semilla, sienten en su interior la fuerza que los impele a otras jornadas, a una invasión aún más nobilísima, donde hermanados nos llamemos por nuestros nombres de pila, ya sean Pepe o Sam, sin que haya odios.

Nada humano ni culto sale del desamor, solo vacío, rencor y equivocaciones; en el Kennedy Center, el arte, ese principio de sabiduría, ha hecho mucho, ha roto el silencio, despachó al pasado y sienta las bases de un presente otro.

Ahora toca llenar de norteamericanos nuestros centros culturales, que ellos vengan y con sus músicas, talentos, bailes, poetas, repleten la fiesta innombrable cubana; que beban agua en la misma pila que nosotros y se bañen con un jarrito. El hermanamiento comienza con lo que llamamos pequeñas cosas, pues las que creemos grandes son pasto del polvo, las indiferencias y las soledades.

El Kennedy Center demostró que Cuba y Estados Unidos, dos luces del continente, tienen aún mucho diálogo, mucha cultura en común.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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