Somos si persistimos, si viajamos asidos a un “nosotros” heredado/preferido, localizados y orientados por ciertos sentidos, comprometidos con determinados “parecernos a” y “distinguirnos de”. Identificarnos, es una necesidad ontológica, biológica y psicosocial, vital para favorecer el control de la realidad natural y social.
Descubrir nuestro propio ritmo, encontrar nuestras coordenadas en el espacio, el tiempo y el movimiento, es el primer paso para trasformar nuestra realidad. Solo después de comprender las tres dimensiones de nuestro ser concreto, nuestro sentí-pensar aquí y ahora, podremos proyectar y construir un destino personal y colectivo, gestar un porvenir común, expandirnos en la felicidad nacional.
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La identidad nos orienta, nos alumbra y ubica, a través de los oleajes de la historia. Sin esta brújula somos más vulnerables. La colonización cultural ha redundado en la destrucción de lo auténtico, del orgullo del sujeto sui generis, mediante la estigmatización y la enajenación de los nativos o desarraigados, mediante la falsificación y anatematización de su historia.
Si la cultura es, como planteara Fernando Ortiz, “fundamentalmente un sistema de nucleación humana, una organización funcional de fuerzas, medios y fines colectivos”, la colonización cultural comprende la dilución de estos cimientos, la fragmentación de todos los sentidos aglutinantes, la aniquilación de todas las atracciones, de todas las fuerzas que condensen el ser.
Cuba brotó mambisa. De una cultura irredenta, enarbolada por una vanguardia que se quiso y se creyó distinta. De una pléyade orgánica que se anudó a una estrella de intensidades y latidos nuevos, aun con el eco que vino de otros lares.
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Eso ha sido nuestra identidad hasta hoy, un sentir y un representarnos nítidos frente a los demás; el pulso híbrido de un devenir, de lo que aquí ebulló, cuajó, se asentó y vuelve a ebullir. Un coro ardiente, un abrazo danzante, un texto y un contexto versificado en cada instante- antes, durante y después de los huracanes- , es el boceto perenne de nuestro aporte al pluriverso.
Un latir singular frente una modorra que nos intenta aplanar, reducirnos a meros consumidores de sus mercancías y narrativas. Para actuar como adictos a los nuevos fetiches, y atados a un “tiempo libre” reducido al tiempo de la enajenación y la estulticia, a chorro, de mucha copia y poca iniciativa.
En un círculo vicioso de diversión escandalosa y trasmitida, para que todos se enteren que hacemos lo que los “exitosos”, que bebemos lo que los “famosos” y vamos a los sitios que postean en sus perfiles de las redes digitales. Con las fuentes del placer siempre afuera, sobre las pieles, de la mano de las marcas registradas del negocio del entretenimiento.
No germinamos ni florecemos cuando nos repetimos en los moldes que nos fabrican desde oscuras y extrañas corporaciones. No le importamos a Disney, ni a Universal, ni a la Sony. No les interesa nuestra expansión espiritual, que nos expresemos a través de las artes, ni nos descubramos a través del goce estético y desinteresado. No nos quieren libres.
Consumir o cultivarnos, se plantea en disyuntiva nuestro seguir siendo cubanos. Completar nuestro arcoíris, expresar a plenitud la cubanía o devorar acríticamente todo lo que producen y reproducen las imperialistas industrias culturales. Co-crear como sujetos una cultura vigorosa, que nos identifique como latinoamericanos, caribeños y cubanos, o dejarnos moldear pasivamente por un tropel de mercancías formulada y enlatada por otros, para vagar por el Mercado como zombis.
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Para un “alma cubana nueva”, se ha de limpiar la casa de esos ruidos extraños y promover la utilidad de virtud, cultivar sujetos con un corazón expandido, que se reconozcan en el hacer por todos, por el bien de la casa compartida. Alma expandida, no contenida en pieles de diferenciación; ni la del cuerpo, la vestimenta, o la de la casa y el carro.
Solo desde ese nuevo marco puede brotar un patriotismo genuino, asumido como un “respeto periódico a una idea de que no se puede adjurar sin deshonor”, como “imposición divina, o marca de un fuego superior a la justicia misma de los hombres, la conjunción de un hombre y su pueblo”.
Ser cultos y prósperos es el único modo de que una persona pueda “trabajar activamente en sí misma”, para que se afiance en sí su “libertad interna” y pueda librarse de ser una cosa, “un instrumento de su propia destrucción” (dixi Bolívar). Por eso antepone al “pensar por sí propio”, el hábito de trabajar también por sí, colaborando con la obra común. “La libertad es fruta dulcísima: es la fruta del árbol del trabajo”. “La libertad es la atmósfera, y el trabajo es la sangre. Aquella es amplia y generosa: sea ésta benéfica y activa”.
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Para cultivar mujeres y hombres nuevos urge sacar a nuestros niños y jóvenes de la “salsa” neoliberal, de la braza de la competencia. Promovamos y aseguremos la libre expresión de nuestras facultades creativas y estéticas, nuevas, socialísticas. Invadamos nuestros barrios con propuestas artísticas, autóctonas y universales, siempre liberadoras.
Que no se apaguen nunca en las comunidades las posibilidades de expresión y desarrollo personal, propuestas recreativas descolonizadoras, para enarbolar la alegría y el orgullo por la patria chica. Solo hay que aunar esfuerzos, las instituciones y los promotores culturales, junto a los líderes comunitarios y de las organizaciones de masas, para movilizar ese “intrincadísimo complejo de elementos emocionales, intelectuales y volitivos”, del que brota la cubanía.
Tales han de ser los empeños de las instituciones culturales, la pasión y consagración de sus trabajadores. Perseverar contra la banalización y el mal gusto que prepondera por doquier. Sostener una programación diversa y accesible, para todos los territorios, grupos etarios y gustos. Proteger las agrupaciones y proyectos que defienden la tradición que enaltecen nuestro orgullo patrio. Ser martianos y fidelistas en la defensa de nuestra cultura y nuestra identidad.
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